La política española parece un juego de espejos donde cada actor se mira en el reflejo de su rival. La teoría de David Pinsof sobre los sistemas de creencias como estructuras de alianzas y rivalidades ayuda a entenderlo: los grupos políticos no se articulan solo por ideas, sino por enemigos comunes y vínculos emocionales. A esta mirada cabe sumar la lección clásica de Ludolfo Paramio sobre la acción colectiva: las coaliciones no se sostienen por afinidad moral, sino por incentivos selectivos y por la construcción de identidades compartidas capaces de reducir la incertidumbre. Hoy, el Gobierno de Pedro Sánchez actúa como un punto de atracción y repulsión para Podemos y Junts per Catalunya: un enemigo común que, sin embargo, ambos ayudaron a sostener. Y en su relación con ese poder que los fagocita, ambos partidos muestran una forma sofisticada de narcisismo político: la creencia de que su reflejo sigue siendo central en un juego que los ha desplazado a los márgenes.
Podemos nació como un proyecto de acción colectiva de base amplia. En términos de Paramio, logró superar la paradoja del free rider ,la tendencia a que cada individuo espere que otros actúen, gracias a una masa crítica de activistas motivados por incentivos morales: el deseo de dignidad, de justicia, de identidad generacional. Durante un tiempo, la organización ofreció esos “bienes selectivos” ,visibilidad, pertenencia, orgullo, que incentivaban la movilización. Sin embargo, cuando el movimiento se institucionalizó, esos incentivos se transformaron. El beneficio de participar dejó de ser simbólico y pasó a medirse en cargos y cuotas de poder. La identidad colectiva dio paso a la racionalidad estratégica: la supervivencia de cada facción, la gestión de recursos escasos. Y, como anticipaba Paramio, cuando los costos individuales de la acción superan la utilidad percibida, la cooperación se derrumba.
Pablo Iglesias, convertido en símbolo de autenticidad traicionada, encarnó ese giro. El narcisismo político de Podemos no es tanto psicológico como estructural: una consecuencia de que la identidad común se redujo al rostro del líder. Sin esa identidad compartida, el proyecto dejó de ofrecer incentivos selectivos reales. De ahí su descomposición en pequeños círculos de legitimidad moral, incapaces de recomponer la masa crítica necesaria para influir en la agenda nacional.
Junts per Catalunya, desde el otro extremo ideológico, responde al mismo patrón. En su relación con el Gobierno Sánchez, alterna la cooperación táctica y la autovictimización moral. En el lenguaje de Paramio, Junts ha convertido la identidad en su principal incentivo selectivo: la pertenencia al grupo garantiza un prestigio simbólico que compensa la falta de resultados tangibles. La teoría de Pinsof permite comprender cómo el narcisismo colectivo —la identificación del líder con la nación— se mantiene mediante la propaganda de alianza: la exaltación de los agravios (sesgo de la víctima) y la minimización de los errores propios (sesgo del perpetrador). Para Junts, el Gobierno Sánchez encarna el rival perfecto: lo suficientemente poderoso como para mantener vivo el conflicto, pero lo bastante pragmático como para necesitar su apoyo parlamentario.
Ese equilibrio genera una alianza paradójica: Junts sobrevive gracias a su rival. Y el líder en el exilio, Carles Puigdemont, se convierte en el espejo que garantiza la coherencia identitaria de un movimiento que, sin su figura, se desharía en cálculos individuales. Pinsof sostiene que las alianzas más sólidas surgen frente a un enemigo común. En la España actual, ese enemigo es el Gobierno más táctico de la democracia, que ha convertido la política en una administración de incentivos: amnistía a cambio de apoyo, subvención a cambio de silencio, visibilidad a cambio de obediencia. Pero esta estrategia erosiona la racionalidad colectiva de sus aliados.
Según Paramio, la acción colectiva requiere un horizonte de identidad estable; cuando las reglas cambian constantemente, los individuos buscan refugio en identidades cerradas. Así, el pragmatismo gubernamental, al disolver toda coherencia, refuerza los narcisismos que pretendía controlar. Podemos se radicaliza moralmente para justificar su irrelevancia; Junts, nacionalmente, para sostener su relato de pureza. El sanchismo se alimenta de ambos extremos, pero al precio de perpetuar una política de identidades rotas.
El narcisismo político se revela como un fallo de coordinación racional: un sustituto emocional de la acción colectiva. Cuando desaparecen los incentivos comunes y se multiplica la incertidumbre, los partidos se repliegan sobre símbolos personales. El “yo” reemplaza al “nosotros”. Podemos y Junts ejemplifican este proceso. Ambos nacieron de una crisis de representación y de una promesa de emancipación colectiva. Hoy funcionan más como sectas de identidad que como movimientos sociales: espacios donde la pertenencia importa más que el resultado. En palabras de Paramio, sus militantes ya no buscan maximizar beneficios políticos, sino definir quiénes son en un entorno sin certezas. El narcisismo político no es, pues, un exceso de ego, sino una respuesta a la pérdida de sentido común. Cuando el cálculo racional deja de ofrecer orientación, el espejo del líder proporciona una ilusión de coherencia.
España vive una paradoja de tácticas. Tanto el Gobierno de Pedro Sánchez como Podemos y Junts per Catalunya operan con lógica táctica, pero sus fines son radicalmente distintos. En el caso del Ejecutivo, la táctica no puede quedarse en el cálculo parlamentario: necesita producir políticas públicas tangibles, traducirse en decisiones que inciden en las condiciones de vida, los derechos laborales, las pensiones, la igualdad o la convivencia territorial. Su pragmatismo, a menudo acusado de cinismo, se legitima solo si tiene consecuencias materiales para la ciudadanía.
En cambio, el tacticismo de Podemos y Junts es de otra naturaleza. Amenazados por sus propios competidores, Sumar en la izquierda, Aliança Catalana en el espacio independentista, ambos despliegan una táctica meramente identitaria, destinada a conservar una cuota política en retroceso. Sus movimientos ya no buscan transformar la realidad, sino reafirmar una pertenencia; no pretenden incidir en la vida de los ciudadanos, sino en la supervivencia simbólica de sus siglas y liderazgos.
David Pinsof lo describiría como una forma de transitividad disfuncional: el enemigo de mi enemigo se convierte en mi identidad. Ludolfo Paramio lo explicaría como el resultado de una acción colectiva sin incentivos reales, sostenida solo por la incertidumbre y la nostalgia. Ambos coincidirían en el diagnóstico: sin una identidad colectiva racional, capaz de articular fines comunes y resultados verificables, no hay cooperación duradera, solo espejos enfrentados. Podemos y Junts miran a Sánchez como reflejo de su pérdida; Sánchez los contempla como recordatorio de su propio límite. En esa geometría de narcisismos cruzados, la política española sigue buscando su masa crítica moral: el punto en que la táctica vuelva a ser instrumento de transformación, y no simple supervivencia.



