Napoleón, el emperador estreñido

La Historia, omnívora por definición, también tiene que fijarse en los aspectos menos presentables porque su vocación es abarcar toda la vida, lo público y lo privado, lo épico y lo prosaico

Un cuadro de Napoleón.
Un cuadro de Napoleón.

La última película de Ridley Scott ha vuelto a poner de actualidad la figura de Napoleón: sus batallas, su conflictiva relación con Josefina…  Pero algunas facetas de su vida continúan desconocidas para el gran público. En lo que respecta a su salud, el hecho es que sufría un estreñimiento agudo. Sabemos de sus dificultades en este sentido por fuentes diversas, como las memorias de su médico en el destierro de Santa Helena, el cirujano irlandés Barry Edward O’Meara. Su libro, por ejemplo, nos habla de cierta ocasión en la que el antiguo emperador se despertó de noche, con un dolor de cabeza terrible y “un estreñimiento que no cede a lavativas”. El vientre, finalmente, se le desbloqueó al Gran Corso hacia las dos de la mañana. El problema fue que pasó de un extremo a otro. “La evacuación ha sido copiosa”, nos cuenta O’Meara. El enfermo, después de estos altibajos, quedó en un estado de gran debilidad. 

El propio Napoleón reconoció que el estreñimiento era un mal habitual en él, que le acompañaba desde su infancia y que se hacía, con el tiempo, más fuerte y penoso. Para soportar esta adversidad, no tenía otra opción que recurrir a los baños y las lavativas. La dieta, en un caso así, tenía una importancia esencial. Las bebidas dulces y los caldos de yerbas, de acuerdo con la medicina de la época, ayudaban a combatir las irregularidades intestinales. La sopa a la reina, según su propia confesión, constituía el único remedio eficaz al actuar como un “purgante suave”. 

Tenemos así una visión del petit caporal bastante menos épica que la que nos proporcionan los grandes lienzos propagandísticos de la época. Durante toda su carrera, el estreñimiento fue una tortura que no dejó de acompañarle. Suerte que, en la etapa final de su vida, contaba con la ayuda inestimable de su ayuda de cámara, Louis Marchand, el responsable de ponerle los enemas que le ayudaban a hacer sus necesidades. Por lo que nos cuenta Pedro Gargantilla en Enfermedades que cambiaron la Historia (La Esfera de los Libros, 2016), Bonaparte contribuyó a perpetuar una situación tan incómoda con hábitos poco recomendables: “Su alimentación era irregular y caprichosa, y solía beber poca agua”. 

¿Influyó su falta de fortaleza física en el resultado de sus batallas? Sus partidarios han intentado exculpar su actuación en Waterloo (1815), donde fue vencido, con explicaciones de carácter médico. Supuestamente, enfermedades como las hemorroides o el estreñimiento, le habrían restado la agilidad mental con la que había alcanzado los grandes triunfos de sus días de gloria. Sin embargo, como señala el biógrafo Andrew Roberts, “su salud no puede considerarse motivo suficiente para justificar la derrota”. 

Por supuesto, Bonaparte no fue la única gran figura histórica con dificultades para evacuar sus heces. Pensemos, sin ir más lejos, en Martín Lutero, el gran iniciador de la reforma protestante. Si cogen el volumen III de sus Obras Reunidas (Trotta, 2023), mientras leen plácidamente su correspondencia, darán salto cuando lleguen a la carta que el alemán le envió a su amigo Felipe Melanchton el 12 de mayo de 1521. Se queja aquí de un estreñimiento tan doloroso que le fuerza a hacer un esfuerzo físico descomunal, hasta quedar agotado: “La mierda sale tan dura que me veo obligado a empujar con todas mis fuerzas y acabo todo sudado”. 

Lutero, al escribir estas palabras, se sentía relativamente aliviado. Por fin, después de cuatro días, había conseguido defecar. Los dolores, sin embargo, continuaban. De ahí que pidiera a Melanchton que rezara por él: “No voy a poder soportar este castigo si continúa como ha empezado”. 

Sí, los personajes deslumbrantes del pasado no son estatuas de mármol. La Historia, omnívora por definición, también tiene que fijarse en los aspectos menos presentables porque su vocación es abarcar toda la vida, lo público y lo privado, lo épico y lo prosaico. No hay temas buenos o malos, elevados o insignificantes, sino solo cuestiones tratadas con más o menos seriedad y conocimiento.

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