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El buen mediador, la buena mediadora, debería conocer muy bien la lengua y la cultura de ambas partes y disponer de los útiles necesarios para favorecer las condiciones del encuentro.

Mediar, del latín mediare, es una palabra ambigua. Por un lado, podemos entenderla como “estar en el medio”, con la posibilidad de actuar como elemento de cohesión entre dos partes o elementos separados. Es como estar en un valle, desde donde se divisan claramente ambas laderas. Por otro lado, podemos entenderla, en sentido opuesto, como “reducir a la mitad”, “dividir en dos partes iguales”.

En cualquier caso, la noción de mediación está fundada sobre la metáfora del “paso”. Implica la idea de un espacio-tiempo comunicante que puede servir de atajo, de puerta de acceso de un estado a otro o de un lugar a otro, pero también funcionar como un peligroso desfiladero o como una barrera infranqueable dependiendo de las cualidades del mediador.

El buen mediador, la buena mediadora, no debería interponerse entre las partes enfrentadas, dividiéndolas aún más si cabe, sino intervenir aportando un repertorio de acciones que favorezcan el paso y la intercesión, haciendo surgir, de un lado y de otro, actores capaces de resolver los problemas inherentes a la construcción de un puente.

El buen mediador, la buena mediadora, debería conocer muy bien la lengua y la cultura de ambas partes y disponer de los útiles necesarios para favorecer las condiciones del encuentro. Pues mediar es, sobre todo, reparar una comunicación rota. Es volver a tejer un descosido. Es dar la oportunidad de que las partes en disputa puedan exponer —sin presiones y sin temor— sus situaciones, sus dificultades, sus fortalezas, sus ambiciones, sus intenciones… de manera que redescubran los beneficios de la comunicación.

El primer “mediador” del mundo occidental fue Cristo, quien, según la teología cristiana, “medió” entre Dios y los hombres, con escaso éxito y un dramático final, como sabemos… 

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