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Yo tendría ocho años cuando me regalaron la camiseta del Betis; una camiseta de algodón de manga larga, con los colores verdiblancos de una Andalucía que se reducía a mi barrio, y con el siete de Hipólito Rincón cosido a la espalda.

Con la elástica de fútbol, los ingenuos Reyes Magos dejaron -aparte de una docena de balones de reglamento- la invisible obligación de defender aquellos colores que mi tío Paco, de Écija y con la cabeza más dura que una piedra, veía adecuados para mí. Dos únicos colores y un escudo para un niño al que sólo le hacía feliz correr tras una pelota y dar patadas al aire; colores e insignias que no tardaron en traerme problemas.

La primera sirena de enero rompió mi tranquilidad. Mi camiseta verdiblanca, bajo el perenne chaleco rojo de invierno, atrapó las miradas de mis compañeros de clase que aunque no me sacaban ventaja en centímetros de altura sí lo hacían, muchos de ellos, en picardía. Que si de qué equipo eres, qué jugador es el número siete, que si no gana nunca, que si los del Betis son muy malos.

Malos para qué, para quién..., me preguntaba mientras veía en sus ojos el rechazo y ese odio que encerramos todos desde pequeños y vamos dejando caer como una torre de Babel que tarda en venirse abajo siglos y siglos.

Correr detrás de la pelota, poco a poco y sin darme cuenta, pasó a convertirse en una forma de honrar a esos béticos que no salían en las estampitas; marcar un gol entre dos piedras era celebrar el gol de aquel Hipólito cuyo nombre nunca había visto antes escrito; mis amigos de toda la vida pasaron a ser esos enemigos de escalera y recreo por el simple hecho de que alguien -igual que sucedió conmigo- había tatuado los colores del Madrid o del Barcelona sobre sus pieles. Un Madrid que se miraba el ombligo y un Barcelona de mil kilómetros de distancia.

Por ese sencillo motivo me rendí. Rendí mis colores, los del Betis, porque sabía que acabaría mal; terminaría sacando los ojos a los de mi clase cuando ya por entonces no me temblaba el alma si tenía que mostrar mis dientes para defender a mi hermano cuando lo llamaban estúpidamente cuatro ojos. Por él sí..., por él todo y por mi tierra, esa que me sostiene en varios pasos a la redonda, pero nunca por once mamarrachos vestidos de colores trucados que sólo saben jugar al despiste.

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