Estelada en Cataluña en una imagen de archivo.
Estelada en Cataluña en una imagen de archivo.

Nación es un concepto cargado de incertidumbre. Como tantos otros conceptos políticos y sociales, carece de definición precisa, un logro que hasta hoy solo esta al alcance de las ciencias naturales y experimentales, como la física, la química o la biología. En teoría hay dos maneras, no incompatibles, de entender qué es una nación. Una remite a la voluntad de constituirse en comunidad política regida por leyes comunes, un Estado en suma. La otra apela al sentimiento de pertenencia a una colectividad cohesionada por lazos extrapolíticos, como la etnia, la lengua, la cultura, la religión o la historia.

La primera formulación se debe al liberalismo político del siglo XIX. Surgió con la Revolución Francesa de 1789, de la apropiación por parte de la ciudadanía de un atributo hasta entonces exclusivo de los reyes: la soberanía. Las monarquías absolutas del Antiguo Régimen fueron Estados porque a su cabeza tenían reyes que mantenían su unidad y los administraban como si les pertenecieran. El pueblo —otro concepto cargado de imprecisiones— o nación francesa declaró entonces que la soberanía, el derecho a disponer del Estado, les pertenecía. Así surgió el concepto de soberanía nacional. Cuando décadas más tarde comenzaron a democratizarse los primeros Estados liberales, lo hicieron apelando a un principio similar, el de soberanía popular. Pero en el fondo seguía siendo un modo de legitimar la existencia de Estados que ya eran un hecho. Lo nuevo residía en que las leyes emanaban de la voluntad del pueblo o nación, expresada directamente o a través de sus representantes. La nación quedaba así delimitada por quienes disponían de derechos y contraían obligaciones determinadas por leyes sancionadas por su voluntad. Y el pacto fundacional del Estado-nación pasaba a ser su constitución política, la norma suprema en la que quedaban establecidos esos derechos y obligaciones.

La versión etno-culturalista de la nación procede del idealismo alemán. Para filósofos como Fichte lo que había existido siempre no era el Estado —Alemania tardaría medio siglo en serlo— sino el pueblo, el volk, y su identidad como tal, un conjunto compartido de tradiciones y costumbres, una manera de entender la existencia, que hundía sus raíces en lo más profundo de la historia y adquiría virtualmente la condición de un alma inmortal. Esa identidad colectiva, y el sentimiento de pertenencia que conllevaba, era lo que exigía la creación del Estado, que no era un simple instrumento de la voluntad, sino la expresión lógica de una sustancia eterna. Estas nociones han sido desde entonces el leit motive de los nacionalismos de las naciones sin Estado.

Pero el problema de la nación no es de orden filosófico. No radica en sus dificultades de conceptualización, sino en su concreción en la historia real, y más concretamente en su relación con el Estado, que tampoco es unívoca. ¿Qué pasa cuando la voluntad de compartir un cuerpo de leyes, de derechos y obligaciones, deja de ser un nexo de unión entre los miembros de una comunidad política constituida en Estado? ¿Y qué pasa cuando aquellos que experimentan la conciencia de poseer una identidad colectiva no son un Estado?

No ha habido nunca una respuesta evidente a ninguna de esas dos preguntas. Se intentó en el marco de la Sociedad de Naciones, el antecedente de la ONU actual, surgida tras la primera Guerra Mundial, que formuló el llamado principio de autodeterminación. Pero aquello fue otra vez un modo de sancionar un hecho, la derrota de los imperios austrohúngaro y turco-otomano, y se plasmó en el reconocimiento del derecho a erigirse en Estado de los pueblos que habían formado parte de esos dos grandes imperios. En cambio dejaron intacto otro imperio, el ruso-zarista, cuyos límites quedaron congelados en lo que fue la URSS.

Se intentó de nuevo en el marco de la ONU, con una nueva lectura del principio de autodeterminación que ahora se extendió a los pueblos bajo dominación colonial. Y así surgieron Estados, sobre todo en África y Oriente Medio, que lo fueron porque habían sido antes territorios administrados por una u otra potencia, pero que tampoco eran nación, ni por voluntad ni por conciencia de su identidad. Fueron gentes a un lado u otro de fronteras trazadas por la voluntad de otros, muchas a cordel, tribus agregadas o separadas que desde entonces se han desenvuelto entre guerras y difíciles proyectos de consolidación como Estados normalizados.

Desde el gran proceso de descolonización amparado por la ONU tras la segunda guerra mundial, ningún nuevo Estado ha surgido pacíficamente invocando el derecho de autodeterminación. Todas las naciones que han persistido en su vocación de Estado lo han logrado en el curso de guerras tan cruentas como la de Yugoslavia, o siguen bajo el yugo de otra potencia como Palestina, o han fracasado en su intento de segregación democrática de un Estado mayor, como Québec en Canadá y ahora Escocia en Reino Unido. La única excepción fue la pacífica separación de Chequia y Eslovaquia, corrigiendo una forzada unión tras la primera guerra mundial, que sólo sobrevivió hasta que la URSS abandonó la extensa trinchera defensiva que había sido la Europa centro-oriental durante la guerra fría.

La prueba de que las dos concepciones de nación, política y etno-culturalista, son compatibles la tenemos ahora mismo en el independentismo catalán. Reclama el derecho democrático a la autodeterminación para la manifestación de su voluntad política de constituir un nuevo Estado. Pero no porque sí, sino porque afirman la existencia de una identidad catalana fuerte cuya formación se remonta incluso a la Marca Hispánica del imperio de Carlomagno (Artur Mas dixit). Si faltara el componente identitario, la reclamación del derecho de autodeterminación correría el riesgo de su reducción al absurdo. Porque, ¿qué pasaría con un pueblo o ciudad donde ganase el no en un hipotético referéndum de autodeterminación? ¿Podrían acaso invocar el mismo derecho democrático a erigirse en nuevo Estado? La respuesta lógica parece que solo puede ser no, pero a condición de que previamente se reconozca el territorio de referencia de una comunidad histórica y culturalmente (auto)sentida como tal, y se atribuya (a) dicha comunidad el derecho de autodeterminación. Un círculo vicioso, expresivo de las dificultades de concreción histórica de la nación.

Otra prueba de compatibilidad entre los dos conceptos de nación reside en el hecho de que la legitimación en la historia no es un rasgo exclusivo de la versión etno-cultural. Incluso los Estados nación surgidos en el siglo XIX, aquellos que asumiendo la herencia de la Revolución francesa adoptaron el programa del liberalismo político y el principio de soberanía nacional, tuvieron que desarrollar un discurso historicista para auto legitimarse. Así surgieron las bibliotecas y museos nacionales, las academias de la lengua y de la historia, instituciones y políticas culturales cuya razón de ser era el adoctrinamiento en la idea de formar parte de una entidad con evidentes raíces compartidas. Surgió entonces algo que no tenía precedentes en la historia: el orgullo de ser y formar parte de una nación.

No tiene nada de extraño que en ese caldero se cocieran los ingredientes que derivaron en las dos guerras mundiales. La primera se nutrió de una epidemia de nacionalismo xenófobo en gran parte de Europa desde el último tercio del siglo XIX, que coincidió no por casualidad con la gran carrera de las potencias continentales por la colonización de África y Asia. La segunda, de la persistencia y exacerbación de ese mismo nacionalismo xenófobo en la Alemania nazi, alimentada del deseo de resarcirse de las humillantes condiciones impuestas tras su derrota en el Tratado de Versalles en 1919.

Todo el proceso histórico que han sido los intentos de conjugar las ideas de Estado y nación arroja algunas enseñanzas. La primera es que toda nación, sea Estado nación o nación sin Estado, es ante todo un proyecto político y cultural. No existe sin un relato construido con el fin de revelar su existencia. Y ese relato no surge de la nada, ni del pueblo, ni de la propia nación. La gente corriente puede emocionarse ante banderas o himnos, puede sentirse apegada a su tierra, a su lengua, o a sus tradiciones. Pero la necesidad de conservar o construir un Estado no surge espontáneamente. Es siempre una operación de cálculo, una opción definida en el seno de ciertas élites políticas y culturales. La segunda lección es que ese relato legitimador apela indistintamente, y a veces simultáneamente, al sentimiento de agravio o al orgullo, a la conciencia colectiva de padecer una injusticia histórica, o a la conciencia de superioridad política, económica, cultural y hasta moral. Dos impulsos igualmente peligrosos y solo en apariencia contradictorios, porque los dos contribuyen a disolver la función racional-instrumental del Estado, creando en su lugar un magma de sentimientos menos firmes pero más manipulables.

Ninguna de esas dos lecciones se asimila con facilidad, tal como ahora se está poniendo de manifiesto en España. Aquí nunca tuvimos un Estado nación fuerte. Nuestro liberalismo político fue siempre una fuerza precaria, incapaz de crear un Estado constitucional firme. Tampoco dispusimos nunca de un relato comprensivo e integrador de nación. Lo más parecido fueron los discursos de patrioterismo ultraconservador y excluyente que trataron de imponer la dictadura de Primo de Rivera y luego la de Franco. En cambio sí tuvimos desde mediados del siglo XIX fuertes movimientos nacionalistas, políticos y culturales, de naciones sin Estado.

Lo cual no tiene nada de extraño. Porque hasta la llegada de los Borbones habíamos sido lo que algunos historiadores han denominado una “monarquía horizontal”, un Estado con un único rey absoluto pero dividido en reinos con leyes e instituciones propias. Ese había sido el núcleo del acuerdo dinástico de los Reyes Católicos, respetado por los Austria, roto por Felipe V, que tras su victoria en la Guerra de Sucesión y con los Decretos de Nueva Planta estableció un modelo nuevo de Estado centralizado y centralizador calcado del único que conocía, el de la Francia de su tío Luis XIV. La caída de Barcelona el 11 de septiembre de 1714, que ha vuelto a conmemorarse en la Diada, puso fin al penúltimo foco de resistencia en aquella guerra (Mallorca aguantó otro año) a favor del bando austracista y de aquella monarquía horizontal. Curiosamente, de la forzada integración en el nuevo modelo de Estado se salvaron el Reino de Navarra y el Señorío de Vizcaya, que habían negociado la conservación de sus fueros a cambio de su apoyo a la causa borbónica. La excepcionalidad vasca viene de lejos.

Así pues, asistimos a un debate político abierto hace más de siglo y medio, que solo dos dictaduras lograron ocultar. La España de ahora no es la de entonces, pero los términos del conflicto en torno a la organización territorial del Estado siguen siendo idénticos: elegir entre uniformidad y diferenciación.

Estamos ante un choque de relatos, conviene no olvidarlo, no solo de intereses. Uno se empeña en preservar el gran logro de la transición, la formación por fin de un Estado constitucional fuerte, pero construido cuando había pasado la hora histórica de las ideologías de los Estados nación. En su lugar se buscó un terreno de acuerdo con los nacionalismos que habían militado en la oposición democrática, desempolvando los estatutos de autonomía de la Segunda República. Pero se cometieron dos graves errores. El primero fue menospreciar la dimensión territorial que adquiría la política democrática, que exigía atender no solo a esos nacionalismos periféricos, tal como puso de manifiesto la rebelión cívica que en Andalucía culminó en la gigantesca manifestación del 4 de diciembre de 1977. El segundo fue la reedición de aquel acuerdo fundacional de la dinastía borbónica: tratar de asegurar la lealtad constitucional vasca y navarra a cambio de un trato de privilegio, que ahora representa virtualmente una forma de independencia en el terreno fiscal. Esa ha sido y es una espina clavada en el corazón del modelo autonómico, especialmente sentida en el nacionalismo catalán, donde ha terminado dinamitando su confianza en el sistema constitucional.

Enfrente del relato constitucional tenemos otro relato fortalecido con los recursos que han brindado las transferidas competencias en educación a los gobiernos autonómicos. En Cataluña casi dos generaciones han sido objeto de un sistemático ejercicio de adoctrinamiento nacional, rescatando el que iniciaron a mediados del siglo XIX los políticos e intelectuales de la Renaixença. Su éxito era cuestión de tiempo y ya es un hecho.

El peligro, no obstante, reside en la creciente carga emocional con que se desenvuelve el conflicto. Pero no estamos condenados a soportar esa carga. En política la única manera de desactivar un conflicto es negociarlo, situarlo en el terreno del debate racional. Hoy nadie habla de las ventajas o inconvenientes prácticos de una hipotética independencia catalana, que es de lo único que debería hablarse y de lo que más tarde o más temprano se hablará. La historia enseña además que los conflictos de interés, a diferencia de las identidades, siempre son negociables. La única alternativa es permitir que lo que hoy es un choque entre instituciones y élites políticas derive en conflicto civil a gran escala. Todavía son pocos los síntomas que apuntan en esa dirección. Pero ya los hay.

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