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Comía los granos de una mazorca de maíz cuando las campanas de la catedral de Sarajevo comenzaron a sonar ancianas en el cielo de la Jerusalén de Europa; justo en el mismo instante en el que el imán de la mezquita de Gazi Husrev Bey llamaba a sus fieles y a la oración. Yo —sin ser musulmán ni católico para poder ser todo— fui invitado a caminar hasta la fuente central donde se purifican antes de entrar a rezar. A nadie le resultó raro que me encontrase allí, ni siquiera a las numerosas mujeres, que acompañadas de sus esposos, se colocaban de rodillas a ambos lados de la puerta del templo.

Sus oraciones antiguas se confunden con la escuchada esa misma mañana en la iglesia ortodoxa de mi calle Mula Mustafe, a dos pasos del centro y a otros dos de las colinas desde donde los cañones serbios asediaron a la urbe durante meses. Dentro de la pequeña iglesia y contemplando a una de sus vírgenes —enmarcada en metal precioso— entendí que los bárbaros nunca derriten el oro para convertirlo en piezas de artillería.

Es cierto que ya no vuela el cobre sobre las cabezas pero en algunos muros de los majestuosos palacios del derrotado imperio astro-húngaro se pueden apreciar todavía los impactos de las balas. Y gracias al perdón la gente empieza a olvidar pero la piedra y los huesos no saben aún cómo hacerlo.

Sarajevo —mientras olvida— es un hervidero de culturas. Veo a judíos con sus ropajes y unas narices que se parecen a la mía. Se ven árabes, con esa paz que proclamamos los andaluces, conversar frente a un puesto de helados. Un hombre pide en la calle mientras entona Sevdah, el cante de los bosnios, que tiene retales de seguiriya. Dos mochileras escandinavas beben Ozusjko bajo la torre del reloj. Sentado, a espaldas del bazar cubierto y mientras disfruto los latidos de una cachimba, me parece todo recién preñado. Limpio. Posible.

Un gitano en plena Sebilj lanza aviones de plástico al cielo. Su hija los va recogiendo en pleno vuelo para devolvérselos de nuevo a su padre. Un avión sólo cuesta dos marcos bosnioherzegovinos. Dos Bam. Moneda que suena a explosión en tierra de todos.

Ellos lo saben. Lo saben desde hace más un siglo. Un disparo a quemarropa cambió el destino de todo un continente y la suerte de millones de personas inocentes. Lo saben en Sarajevo como en los pueblos de la destrozada Bosnia donde construyen sus hogares al lado de las ruinas de las casas que se llevó por delante la última guerra. Piedra y huesos que no tienen por qué saber olvidar.

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