Los pobres siempre mienten

Raúl Solís

Periodista, europeísta, andalucista, de Mérida, con clase y el hijo de La Lola. Independiente, que no imparcial.

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Una amiga que trabaja en prisión, de trabajadora social, me contó un día que cuando llegan los presos, antes de ingresar en el módulo de preventivos, son entrevistados por psicólogos y trabajadores sociales que rellenan un formulario y lo clasifican. Me contaba absorta que, cuando empezó a trabajar hace muchos años, si a Juan se le preguntaba si tomaba drogas y éste decía que no, el funcionario escribía: “Dice que no”.

Si a Juan  le preguntaba si fumaba y respondía que no, el funcionario de turno escribía: “No consta”. El ridículo es cuando le preguntan si toma drogas y responde que sí y el funcionario tampoco lo cree y escribe: “Referencia que sí”. O cuando la respuesta es sobre el domicilio y el burócrata de turno apunta: “Indica que vive en la calle…,".

En los servicios sociales comunitarios, donde acuden las personas ante una urgencia, pasa igual. Las personas en situación de pobreza son obligadas a transitar incontables número de mesas para contarle al mismo número de funcionarios su tragedia. El pobre siempre miente, por eso hay que entrevistarlo muchas veces a ver si lo pillamos en renuncio.

Sería un escándalo si esta presunción de mentira se tuviese contra una minoría racial, la diversidad sexual o un colectivo profesional, pero lo vivimos como algo normal porque afecta a los pobres y nuestra sociedad ha tejido una cortina de odio contra quienes no tienen nada. También durante muchas décadas no se creía a las mujeres que afirmaban haber sido violadas o maltratadas. Pobres y mujeres son, sin duda, los sectores parias de nuestra sociedad.

Muchas de las críticas al ingreso mínimo vital no es sobre la eficiencia económica, sino sobre las características morales de sus beneficiarios. El odio a los pobres ha alcanzado unas cotas de odio insospechables hace dos décadas. No hemos llegado hasta aquí por un accidente meteorológico.

Programas televisivos como Callejeros y los propios informativos de las cadenas privadas han convertido la necesidad extrema en un relato exótico o espectacular que culpa a alumnos que suspenden de sus suspensos en lugar de rastrear si el alumno tiene sitio para hacer los deberes, si come tres veces al día o si vive en un ambiente sin violencia.

El periodismo, que en su día tenía una mirada crítica y sensible hacia las injusticias, hoy ha adoptado un lenguaje odioso contra los pobres en busca de una audiencia tirana que se piensa que ellos nunca van a ser los otros.

El hecho de que a los pobres no se les crea es la causa de que se les condene a tener que hacer colas públicas para poder recibir alimentos o ayudas de urgencia. En un país como España, con un tercio de la población en el umbral de la exclusión social, todavía hay quienes se piensan que situaciones reales que vive mucha gente no forman parte del paisanaje español.

Cuando la pobreza es digna no nos la creemos, porque hemos deshumanizado a los pobres hasta convertirlos en una estampa de souvenir. El pobre, para que lo sea, debe ir con un carrito cargado de ropa sucia, estar alcoholizado, no tener familia que le quiera y, por supuesto, ser simpático y gracioso con el respetable que le echa lo que le sobra en una lata sin mirarle a los ojos.

Esta amiga, al poco de comenzar a trabajar, se negó a seguir el protocolo no verbal de no creer al preso, que casi siempre es pobre, y empezó a escribir las respuestas de forma categórica, con sujeto implícito o explícito. Si la pregunta era si tomaba drogas y el preso decía que no, ella escribía: NO. En mayúsculas, para joder.

Los pobres han desaparecido de las pantallas de televisión, de los programas de radio y de las páginas de los periódicos. Ahora, cuando se reportajea una situación social se le llama “periodismo humano”, como si el periodismo pudiera ser otra cosa que humano y necesitara ese apellido, que nos dice que la gran mayoría del periodismo publicado es inhumano porque estigmatiza, marginaliza, criminaliza y arrincona a los colectivos más vulnerables.

La crisis del coronavirus nos ha permitido comprobar el grado de hipocresía de nuestros políticos y sociedad con las personas sin hogar, que son las más abandonadas entre los abandonados. Todos los inviernos se quedaban muchas de estas personas durmiendo al raso porque los ayuntamientos argumentaban no tener espacio para darle alojamiento a toda la población sin hogar.

Con el estado de alarma, al ser este grupo poblacional muy vulnerable tanto en la transmisión como en el contagio del coronavirus, los ayuntamientos han habilitados espacios donde llegan a sobrar camas para las personas sin hogar. Sólo han reaccionado cuando hemos sentido que el resto de los mortales podían ser infectados por los pobres. Y sin contestación social. En condiciones normales, ningún barrio hubiese querido tener un albergue de personas sin hogar. Así somos.

Si algo debe cambiar de forma urgente tras la crisis sanitaria es la forma en la que están entendidos los servicios sociales, construidos más como armas de defensa contra los pobres que como escudos para proteger a quien ha tenido un tropezón en la vida.

¿Sabían ustedes que a una familia extranjera sin documentación no se le garantiza un cheque de alimentación de urgencia en los servicios sociales de la gran mayoría de ayuntamientos porque la administración necesita acreditar su identidad? Al no tener papeles, por defecto, la administración interpreta que están mintiendo. Y como mienten, se quedan sin comer.

Hay países donde a las personas que piden asilo por motivos de orientación sexual se les miden sus genitales porque las instituciones piensan que si tienen un gran tamaño están huyendo por ser pobres, no por ser lesbianas, gais, transexuales o bisexuales. Y mire usted, maricones sí, pero ni hablar de pobres. Si tienen el pene muy pequeño, son repatriados a su país de origen.

De los ricos, sin embargo, nos lo creemos todo, cuando es la minoría social peligrosa que tributa en paraísos fiscales, no paga los impuestos que le corresponden, se niega a dar de alta a sus trabajadores como marca la legislación y, si pueden, facturan en B para aumentar sus beneficios. En los veranos de mi infancia, venían algunas señoras por mi barrio pidiendo alguna limosna o kilo de comida. La mayoría de los vecinos le cerraban la puerta en los hocicos.

Mi abuela siempre abría la puerta y, cuando podía, le daba algo y, si no, educadamente les decía que no tenía nada. Una tarde de esas de agosto, a las cuatro de la tarde y con un flama que te tiraba al suelo, le pregunté a mi abuela por qué siempre le abría la puerta y no la cerraba como el resto de la calle. “Más pierde el que pide que el da, hijo, ¿tú sabes la vergüenza que da pedir?”, me espetó.

Mi abuela era de esa generación de mujeres que pasaron hambre y que a veces también tuvieron que vivir de lo que le daban. “No hay cosa peor que un pobre harto pan”, decía también cuando la gente olvidaba su origen social y se comportaban como los verdugos. Tras la crisis del coronavirus, la primera tarea colectiva es asimilar que todos somos vulnerables, que todos podemos perderlo todo en media hora, que todos podemos pedir, que todos podemos engrosar las colas para pedir alimentos y que todos podemos ser los otros.

Los pobres siempre mienten, por eso van a usar los 500 euros del ingreso mínimo vital para irse de vacaciones a Cancún y las mujeres se van  embarazar para cobrar 100 euros al mes por cada hijo. Y como los pobres mienten, Unidas Podemos, que defiende a los pobres y un ingreso mínimo vital para que nadie pase hambre en un país rico como España, será señalado de radical, extremista, populista, bolivariano y poco riguroso y se pondrá toda la maquinaria mediática y económica en su contra.

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