Nada ha cambiado..., nada.

Sigue en pie el mismo café de siempre con sus tristes mujeres de carmín y cuero falso -improvisadas prostitutas que trajo nuestra puta crisis y no se llevó el desarraigo- sentadas sobre unos butacones altos de concierto barato y madrugada eterna; agarrado al madero horizonte de coñac del malo, frente a una de las derrotadas mujeronas, el viejo verde que todos desean ver muerto continúa negociando la carne con pocos euros y mucha coba; a dos pasos de mí veo naufragar, en su invisible tormenta de cada mañana, a ese hombre de chaqueta gris sin nombre que siempre se encuentra lejos de todo; detrás de la barra pero justo delante de un folio escrito a mano que anuncia salomónicamente “No se fía” observo que han contratado a una nueva camarera -una joven de dieciocho años con el futuro ya escrito en la frente- que todavía no sabe sonreír a los pajarracos que se posan, desde muy temprano, en su grifo de cerveza a sesenta céntimos.

Nada ha cambiado..., ni siquiera el discurso de vencedores y vencidos en la tragicomedia que se está representado este Lunes de ceniza en el Sony de mercadillo que luce el local; la misma sonora y babosa parrafada de cada cuatro años para el mismo público aborregado que sólo quiere un buen espectáculo de circo..., circo y que baje el precio del Winston o que comiencen a vender, como mal menor, un pitillo más barato que arda y se consuma tan despacio como su propia vida.

Nada ha cambiado en ese ladrón de naranjas que ahora pretende vendérselas al dueño del bar a un euro el kilo; tampoco en el lotero desesperado que cambia duros por pesetas; sigue intacta la poca vergüenza de mi amigo de tres palabras que me busca entre el gentío para que le invite a su chupito de whisky o de ginebra; nada ha cambiado en el señorito de boquilla que lee en voz alta las corruptelas de los partidos que teme y esconde en su sucia gabardina de tercera mano la página con las esquelas de los muertos de sus políticos podridos.

Tres niñatos, con aspecto de matones de medio pelo, no rugen sus intenciones pero observo en sus ojos que les gusta la sangre; un hombre de cuarta edad grita, junto a las máquinas tragaperras, que todo es una mierda y que no cree en nadie..., sin saber que yo -en ese preciso segundo- creo ciegamente en él; su turbada esposa le susurra, delante de todos y de la tragavidas, que se calle y que no monte el numerito porque no le va a traer nada ese berrinche; él, aturdido y sumando otra edad a su vejez, decide callar y mordisquear la última aceituna que le queda en el platillo... En ese preciso momento -sin que él lo sepa y mientras me despido de aquel café a la deriva- dejo de creer en él.

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