Personas mayores, paseando por Sevilla durante la pandemia. FOTO: JOSÉ LUIS TIRADO (joseluistirado.es)
Personas mayores, paseando por Sevilla durante la pandemia. FOTO: JOSÉ LUIS TIRADO (joseluistirado.es)

Llega la discusión ética. Los que mueren son los viejos, dicen algunos, quizá ya muchos, y los jóvenes quieren o necesitan libertad. Los comerciantes necesitan libertad, los industriales necesitan libertad y los trabajadores necesitan salir a trabajar para huir de la pobreza, y los banqueros quieren que la gente sea libre para ir a meter y sacar dinero.

Además de eso, los seres humanos no estamos hechos para vivir en una celda, especialmente si es reducida en tamaño, aunque sean los que habitan en espacios muy amplios los primeros en protestar porque se sienten mal. La decisión de generalizar el uso de las mascarillas en los espacios públicos, por ello, no parece una mala idea, aunque sigo echando de menos una verdadera ordenación del movimiento en el espacio público, dado que la situación de distancia física va a ser prolongada, más de lo que ahora queremos imaginar. Nunca estuve de acuerdo con el toque de queda y creo que seguimos perdiendo el tiempo al evitar programas de educación para la pandemia.

En Alemania se publican artículos que explican el cansancio hacia las normas restrictivas por la pandemia y el por qué de una conducta social pública que muchos observan como irresponsable y carente de respeto hacia los demás. Echo en falta que se diga que la sociedad compulsiva de consumo, que ha hecho del individuo una especie de rey, tiene su parte en ese cansancio. 

Se proponía este domingo que haya un plan B para cuando la juventud se descubra engañada y se llene de rabia al comprender que tampoco se muere tanta gente de este virus, pero que han sacrificado tanto. Un plan que consistiría en que los viejos decidan si quieren quedarse en casa o salir a vivir la vida que les quede. Los jóvenes que decidieran salir al tumulto tendrían que alejarse de sus mayores y esos mayores tendrían prioridad en los hospitales.

Son varias las consideraciones que, en lo referido a España, habría que nombrar. Empecemos porque hay 688.058 hogares españoles donde conviven abuelos, padres y nietos en situación cercana a la pobreza moderada o severa, lo que significa que los jóvenes que salgan de esos hogares tendrán que regresar cada día junto a sus viejos, y compartir todo lo que traigan de la calle, sin posibilidades de libertad para decidir sobre nada.

Tenemos también a toda una juventud, el 65,1%, de entre 16 y 34 años que vive en casa de sus padres por razones económicas, una juventud asintomática, quizá, que ha visitado poco los hospitales y que se mezclaría con sus padres, el grupo que representa el 38,45% de los casos de coronavirus. La mortalidad en estos grupos últimos de adultos es muy reducida, pero convendría recordar dos cosas: que los sufrimientos para superar la enfermedad pueden ser grandes y que las secuelas que la enfermedad deja, tras superarla, ya empiezan a asustar a los científicos. Ahora no hablaremos de los costes económicos de todas esas hospitalizaciones que terminan en recuperación a la espera de recaída.

Tengo la impresión de que esa libertad para los jóvenes, y para los que no son viejos, se disfrutará a costa de encerrar a los viejos o de que los viejos decidan vivir lo que les quede con un billete de primera para el hospital, en habitación de primera clase. Con ese plan B apartaríamos a los viejos del espacio social común, nos entregaríamos al fatalismo de su muerte posible, que como sociedad aceptaríamos como un mal menor para evitar el colapso económico. Tendríamos nuestras conciencias muy tranquilas porque hubiéramos entregado a los viejos la soberanía de su decisión: quedarse encerrados o vivir lo que les quede en una vida que incluye la muerte del Covid-19, incontestable según las estadísticas.

Se me antoja que toda esta construcción ideológica tiene como objetivo regresar a la vieja normalidad y seguir su desarrollo más draconianamente neoliberal, con el disimulo de que los viejos se sacrificarían para que los jóvenes se rescataran de la pobreza. Sin duda, se podría aderezar la muerte de los viejos con la épica de las tribus antiguas en las que, sabiendo que llegaba su hora, se separaban de su prole y se subían a ese lugar sagrado en la montaña para encontrarse con su destino.

A medida que avanzo en estos pensamientos me veo ante una sociedad de frías utilidades donde los viejos no tendrían ya un verdadero espacio soberano para su existencia, dada la coyuntura, y de paso nos ahorraríamos un enorme suma en pensiones de jubilación, que por cierto no se dedicarían a combatir la terrible epidemia de la pobreza: no se hagan ilusiones. Quien empieza por los viejos sigue por los hospitalizados, luego los de la recaída y la lista, en estos casos, suele ser bastante larga.

Cuando queden vivos solo los jóvenes, tras varias otras pandemias, cada vez más agresivas y letales, ya todo estará perdido, incluido el Planeta, porque habremos perdido la oportunidad de que esta pandemia del Covid-19 nos haga ganar una nueva normalidad, una refundación del mundo y de la vida humana sobre el Planeta, que es lo que se está tratando de impedir.

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