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Empecé a repartir la carne en pequeños trozos. Un acto inocente que acabó convertido en una lucha salvaje por aquellos restos de carne.

Llegué al campo y los gatos me salieron al paso para oler mis zapatos. Unos se fueron a mis deportivas y el más viejo se entretuvo con las ruedas del coche para adivinar de dónde venía. Igual que hacen las madres, los sábados por la noche, con la ropa de los hijos descarriados.

Luego, pidiendo guerra, llegaron las gallinas y el gallo del corral. Éste envuelto en su polvoriento aroma a excremento. Despeluchado. Recién llegado de su orgía mañanera de mierda y pienso seco.

Abrí la puerta de hierro como bien pude -tres vueltas de llave como sucede con los cofres de los piratas- y me topé con las ansias de un pequeño polluelo que se había quedado atrapado durante toda la noche en la casa.

Guardaba las llaves y los gatos no querían otra cosa que jugar con mis pasos mientras el encrestado gallo lanzaba, indiscriminadamente, picotazos a las gallinas en el porche. Ninguna se atrevió a abrir el pico salvo para hacerse, siempre después de un salto ridículo, con algún resto que había sobrevivido al paso de la noche.

A los pocos segundos estábamos todos dentro de la única habitación menos él -el único macho del corral- que se mantuvo imponente bajo el marco de la puerta mientras me familiarizaba con aquellas cuatro esquinas que serían mías durante unos pocos pero valiosos días. Una fila de azulejos celestes, muy claros, captó mi atención. Me hizo pensar en nuestro mar -el mediterráneo- vuelto al revés; todo un mar descansando sobre siete hileras de porcelana blanca y una botella de JB que siempre parece medio llena, ávida de poca esperanza.

Ya había desayunado pero sabía, por los coscorrones de los felinos a las patas de la mesa, que ellos no habían tomado nada desde hacía horas. Tal vez un ratón despistado o un saltamontes sin saltos. Aún así mantenían la compostura y no como las gallinas, que incluso saciadas, siempre parecen muertas de hambre y de aburrimiento.

Abrí la nevera, dejé mi comida y cogí el paquete de salchichas que mi padre tiene para sus bichos. Así los llama desde que sabe que ya no le alcanzará para criar toros bravos ni vacas de engorde. En cambio, siempre reclama la presencia de sus gatos con ese minini que suena a princesa muerta.

Y fue abrir el paquete y las gallinas empezaron a cacarear extasiadas convirtiendo el cuartichín en un mentidero. Y no sólo cacareaban con el olor a carne vieja sino que tropezaban, unas con otras, como en un desfile de cabezudos sin ojos. Este baile macabro contrarrestaba con lo pacífico del paisaje y de los felinos. Fuera -junto a la alambrada- apenas se movían las hojas del granado y frente a mí, Clark Gable y Vivien Leigh seguían sin besarse mientras Tara continuaba ardiendo para siempre.

El ruido era tan insoportable como el despecho del gallo. Dueño de todo lo que se le ponía por delante no paró -tampoco cuando estuve a punto de pisarlo en mi salida- de agitar, de una lado para otro, su cresta de sangre cuajada. Los ojos de los gallos parecen diminutos botones para camisas de luto.

Empecé a repartir la carne en pequeños trozos. Un acto inocente que acabó convertido en una lucha salvaje por aquellos restos de carne.

Unas gallinas se abalanzaban sobre otras, el gallo -mucho más lento que su sombra- se limitaba a herir a sus hembras y las aves más despiertas se hacían con toda la carne que podían. Si tenían que verse obligadas a clavar sus picos en su propia piel.., lo hacían sin ninguna duda.

Asqueado por la barbarie dejé de repartir la comida y volví a entrar en el cuarto, dejando únicamente pasar a los tres gatos que se habían mantenido ajenos al vergonzoso espectáculo.

Una vez dentro, después de echarme un dedal de whisky, repartí la carne. Y los gatos se la comieron en silencio -respetándose los unos a los otros- como viejos humanos mientras me preguntaba, aturdido, cómo podía seguir ardiendo Tara después de tantos inviernos.

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