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El ser humano necesita los ciclos. Todos precisamos saber que las etapas comienzan y terminan. Quizás por eso, cuando se abre un nuevo año, sentimos que en cierta forma el contador vuelve a ponerse a cero. Seguramente, es por las segundas oportunidades que creemos tener al alcance de la mano con ese recurrente primero de enero. Las Geórgicas de Virgilio ya nos contaban que el pecado, que has hecho, te persigue; de manera que es comprensible que busquemos formas de escapar de él. Para eso siempre han existido excusas más o menos válidas: si ocurre en el extranjero, no cuenta; porque lo haga yo solamente no se va a caer el mundo; si sucede antes del “te quiero”, no pasa nada; por una vez, qué más da; si aún estabas soltero… no es para tanto. El caso es encontrar el salvoconducto a la alegre conciencia. Y esto puede ocurrir cuando abandonamos el año vivido. Aquello de hacer balance va llegando con la madurez o con un temprano exceso de autorreflexión, y resulta casi inevitable con el cambio de almanaque.

Se piensa mucho en lo que se hizo mal, en lo que pudo hacerse mejor o en lo que nunca fue —sobre todo, en lo que no fue—. Ahí es donde entra en juego la convergencia práctica de lo viejo y lo nuevo —como en el atavío de una novia amante de las tradiciones—, aquella en la que se dan la mano los recuerdos del pasado más reciente y los objetivos del futuro inmediato. Brindamos, reímos y nos abrazamos como si nos hubiera tocado la lotería o como si hubiésemos aprobado una oposición —que hoy en día y tristemente, viene a ser casi lo mismo—. Metemos un anillo dentro de la copa y pedimos deseos, atribuyendo a las manillas del reloj victoriano un poder sobrenatural, poco menos que de encantamiento feérico. Si funciona como para perpetuarse en forma de ritual es porque confiamos en el poder del cava y en los efluvios de la madrugada. Y así pasamos de ciclo con la mirada puesta en el reloj de antaño, que cantaba Mecano, mientras pedimos cosas e imaginamos un escenario más dichoso. La cabeza se inunda de buenos propósitos y mejores intenciones para los 365 (uno más, con suerte) simulacros venideros. Nos proponemos comer mejor, beber menos, fumar nada, hacer deporte, aprender el dichoso inglés, hacer un curso online, dejar de odiar a la vecina, abordar conversaciones pendientes… y creemos que todo ello será posible por efecto de las manecillas prodigiosas.

En estos días festivos de luz y de color como la tómbola de Marisol, cuando paseamos por las calles atestadas de gentío en busca del botín de sus majestades de Oriente o en el trasiego de las comidas amistosas, no reparamos en lo que sucede. Atropellados de comercio en comercio, nos topamos también con aquellos menos suertudos… pero no los vemos. Hombres y mujeres que mendigan unas monedas alegando descendencia, enfermedad o desempleo, o el 3 en 1. Hemos sido capaces, año tras año, de anestesiar la mirada hasta el punto de que apenas avistamos más allá del teléfono móvil, de las bolsas y del palo de selfie. No es solo culpa nuestra, o sí —si eso sirve para cambiar algo—. Mi propósito para 2016 es el fin de los buenos propósitos, el cese de toda esa palabrería yerma, el ocaso de las nobles intenciones. Seamos más desordenados, más imprudentes, más descuidados, más incorrectos, más rebeldes, más incomprendidos. Gritemos más, llamemos menos, pensemos en nosotros. Aboguemos, pues, por un año repleto de malos propósitos y de alguna que otra buena acción. Si no puedes desearlo, al menos puedes hacerlo.

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