Los heterodoxos españoles

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Muchos francófilos adoran a Charles Baudelaire, Simone de Beauvoir o Serge Gainsbourg. Podríamos discutir si personajes como estos son representativos de lo que en su tiempo se consideraba alta cultura francesa o más bien de corrientes marginadas por el oficialismo. Porque lo que nos atrae de una cultura a menudo se restringe, sin darnos cuenta, a una de dos facetas: la ortodoxa o la heterodoxa. Ambas están relacionadas en función de ciertos arquetipos y de secretos y fluidos intercambios. Con el tiempo, lo que un día fue rompedor, una vez marchitado y petrificado, se institucionalizará con facilidad, pero para ese entonces los nuevos movimientos que pululan por los márgenes quizá se parezcan más a lo que se condecora que sus decaídos herederos.

Si algo caracteriza la modernidad francesa es la voluntad de coherencia, de racionalidad, de transparencia. El país del racionalismo y el arte pompier, de la burocracia y la museística, parece a años luz, en su voluntad taxidérmica de clasificar la realidad, del malditismo o el decadentismo de algunos de sus bohemios más celebrados. Sin embargo, la heterodoxia cultural à la française no suele ser, como otras, una orgía donde se pierden todos los roles, sino más bien un carnaval que los trastoca. Rimbaud, en su célebre Voyelles, asignaba a las cosas conocidas (las vocales) características conocidas (los colores) pero profundamente extrañas. Mientras el nihilismo dadaísta tenía una fuerte base germánica, en Francia se gestaría el surrealismo, que aprovechaba el desorden para imaginar un mundo nuevo y onírico. Incluso dentro del surrealismo, las tendencias automatistas (que perseguían un arte sin ninguna mediación consciente) fueron retrocediendo ante un profundo realismo, el de Magritte o Max Ernst, que nos permitía ver ese otro mundo como si fuera el nuestro. El movimiento surrealista acabará teniendo un objetivo, despertar a la humanidad, una ideología, el comunismo de partido, e incluso una ciencia, la Patafísica… Lejos, muy lejos, del nonsense inglés, donde se prima el absurdo por el absurdo.

La Revolución Francesa fue la primera insurrección moderna que aspiró a reorganizar de arriba a abajo una sociedad. Algunos de sus excesos de “reconstrucción” (el Terror, el calendario o santoral republicanos…) tardarían siglos en ser superados. Pero nadie llegó más lejos que el creador del positivismo, Auguste Comte, al fundar una Iglesia Positivista que todavía tiene ecos en Brasil. Estamos a años luz del aséptico positivismo anglosajón o del Círculo de Viena, como lo está el socialismo “científico” de Marx del Nouveau Monde Amoureux de Charles Fourier.  Incluso hoy la posmodernidad parisina se deleita en convertir el caos epistemológico en verborrea, en apariencia de discurso, en apariencia de sentido…

Al otro lado del Rin se abre otra dimensión. En Francia todo el mundo tiene un hobby y un placer culpable. Las pasiones se canalizan en las pequeñas cosas, como demuestra el caudal de su poesía.  Por tradición se bebe vino y se bebe lentamente, en las antípodas de un Oktoberfest. La oficialidad germana moderna se ha revelado históricamente militarista, exaltadamente imperialista. Pulsiones reprimidas que estallan en cualquier momento, llevándose a medio mundo por delante. La heterodoxia sólo podía asemejársele: el irracionalismo, el vitalismo nietzscheano, el romanticismo tempestuoso, el expresionismo... Cuando uno se adentra en sus fauces corre el riesgo de perder la cordura, pero no está a salvo por quedarse en el establishment. Mientras el esoterismo francés se inclina por las ciencias espirituales de la masonería o la alquimia, el germano rara vez se ha desligado de las aguas más turbias del ser humano. Desde esta óptica se explican las aparentes contradicciones en el seno de aquella sociedad: expansionismo ferviente y pacifismo místico, naturalismo primitivista e industrialización alienante, Otto von Bismarck y Georg Trakl…

¿Y qué decir del caso español? Ciertamente, es un caso. Un país cainita con una identidad fragmentada, quizá el único en el mundo donde exhibir la bandera nacional es una ofensa pública. Y sin embargo, hay algo que nos une. Aunque en casa siempre nos quedamos atrás en todo lo que respecta a la vanguardia, hemos participado activamente en las heterodoxias europeas, y en nuestra aportación podemos apreciar notables diferencias. Los surrealistas hispanos, como Dalí o Arrabal, no sólo se diferencian de los otros en temperamento e histrionismo, sino en una voluntad de vivir el surrealismo, de, como ellos lo dirían, ser el surrealismo. No serlo en los pequeños detalles, en la decoración doméstica, en ciertas fiestas, sino las veinticuatro horas del día, sin pausa, sin una risita irónica, con total seriedad. Para los legos, un sorprendente esfuerzo propagandístico e hipócrita… hasta que hicieron un tour por España y sus impenetrables entretelas. Esos hilos que no saben distinguir entre formalidad y cachondeo, sino que se entrelazan en un tejido indescifrable que es el estado natural de las cosas. Como bien sabían Berlanga o José Luis Cuerda, en el mundo rural aún se puede descubrir esta actitud ante la vida del buen español.

El propio oficialismo español, hoy tan aborrecido, siempre ha sido puramente surrealista. Sólo tiene uno que repasar la prensa, la literatura o la vida cotidiana del siglo XX con la mirada adecuada para descubrir que la distinción que aporta la idea importada de surrealismo ni siquiera tiene sentido aquí. ¿Distinción con respecto a qué? Cuando el jefe de Prensa y Propaganda tiene como grito de guerra “¡Muera la inteligencia!”; cuando tenemos un Papa en Utrera capillita, ultramontano y homosexual… Cuando Francia fracasó en su proyecto de llevar el Orden y el Progreso a nuestra selva, los españoles recibieron al peor rey de su historia, Fernando VII, desenjaezando a los caballos de su carroza y tirando de ella como bestias de carga al grito de “¡Vivan las caenas!”. ¿Hace falta un Alfred Jarry teniendo al español promedio? Ese de cuya falta de seriedad metafísica se lamentaba Max Estrella:

"La miseria del pueblo español, la gran miseria moral, está en su chabacana sensibilidad ante los enigmas de la vida y de la muerte. La Vida es un magro puchero; la Muerte, una carantoña ensabanada que enseña los dientes; el Infierno, un calderón de aceite albando donde los pecadores se achicharran como boquerones; el Cielo, una kermés sin obscenidades, a donde, con permiso del párroco, pueden asistir las Hijas de María. Este pueblo miserable transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras. Su religión es una chochez de viejas que disecan al gato cuando se les muere”.

El surrealismo español no es el juego intelectual y romántico del francés, su fanatismo no es la imponente gravedad del germano. Su mundo cotidiano es esperpéntico, y los pocos que se dan cuenta, los "heterodoxos", se ríen de todo con absoluta seriedad.  ¿Cuántos inmigrantes niegan que España, con su nivel de paro, es uno de los países más tolerantes del continente? Imagínense el escándalo si un partido mayoritario susurrara uno solo de los spots o eslóganes de la rampante ultraderecha francesa, húngara o austríaca. Imaginen si nos da por creernos lo del “Indignez-vous!”... Hay algo que subyace al surrealismo reinante, y es la convicción, contra el poeta, de “que la vida no iba en serio”. Sánchez Dragó y Menéndez Pelayo nos han demostrado, en sus gnósticas historias, que viene de antiguo. El peligro es que, con tanta Europa y tanta política, lo terminemos de olvidar.

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