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Resulta que a la obra literaria más famosa de Jane Austen le han crecido los no muertos

La cultura contemporánea —por llamarla de algún modo— a veces hace palidecer al más pintado. ¿Qué pensaría usted, buen lector, de un sujeto que es capaz de inventar un ventilador adherido a unos palillos chinos para poder enfriar los fideos mecánicamente antes de tomarlos? ¿Y de unos zapatos que llevan unos paraguas incorporados? ¿O de un cubo de Rubik en el que todas las casillas son del mismo color? Probablemente, nuestra primera reacción a propósito de estos peculiares utensilios sea de incredulidad, para pasar después a cierta sonrisa bobalicona y de ahí a la inevitable pregunta: ¿de verdad alguien pensó que esto había que inventarlo? Pues sí. Existió ese alguien. Todas estas piezas son reales y conviven en este lado del universo conocido con aquellos objetos que verdaderamente resultan de alguna utilidad. El terrícola es así.

Y es que hay cosas —como la Inquisición, la bomba atómica, o el reggaetón— que nunca jamás debieron haberse inventado. En ocasiones, el ser humano se pone creativo y le da por innovar. Si el ventilador funciona —se dice— y los palillos los usan a diario millones de personas en el mundo… ¿por qué no fundirlos en uno? Seguro que damos con un cachivache resultón y si no, siempre podemos añadirle WiFi. Ya se sabe que, en el siglo XXI, todo es mejor con WiFi. Si los zapatos siguen cubriendo nuestros pies y los paraguas nuestras cabezas cuando llueve… ¡Oye, sería una gran idea colocar sombrillitas en el calzado para evitar que se moje! ¡A tomar por mundo las botas de agua y su goma obsoleta! Abracemos el progreso y su banda ancha, demonios. Pero ¿por qué esta obsesión por sumar elementos que no encajan? A mediados de la centuria pasada, la industria descubrió que sumando a las moléculas del petróleo algún que otro componente químico era posible crear jabones, insecticidas, limpiadores y plásticos más eficaces y baratos. Y este fue uno de los principios del fin. La alteración sintética era futuro, decían entonces. Los alimentos transgénicos son solo un paso más en esta aberración sumativa, que más que al Dorado parece llevarnos a la inseguridad, la enfermedad y la muerte. Y es que ciertas naturalezas nunca debieron mezclarse.

A esta cadena de pensamientos me llevó hace un par de días una pantalla de cine. Muchos de los que no somos padres hemos sido bendecidos con algún que otro sobrino. El mío, del que me confieso enamorada, no supera los once años. Buscando satisfacer sus apetencias de ocio en el clima de la celebración de cierta efeméride, tocaba película, palomitas y hamburguesa. Un niño frente a una cartelera de cine en la actualidad es como un comprador compulsivo ante un escaparate repleto de esos inventos desternillantes, inservibles y algo grotescos: una presa demasiado fácil. La cinta escogida y soportada con amorosa resignación fue uno de esos engendros que nos hacen volver a preguntar: ¿a quién demonios se le pudo ocurrir que esto era una buena idea? A saber: ‘Orgullo+Prejuicio+Zombies’. Sí, el lector ha leído bien. Resulta que a la obra literaria más famosa de Jane Austen le han crecido los no muertos. Durante la Regencia Británica de 1819, una plaga de zombis invade la apacible población británica de Meryton. La carismática Elizabeth Bennet y sus hermanas, que han sido entrenadas por su padre en las artes marciales —¿por qué no?—, están preparadas, con sus dagas en los ligueros y una fuerza sobrehumana muy típica de una jovencita inglesa del XIX, para combatir a los muertos vivientes. Y, por si no fuera ya suficiente, a la ecuación se suma la llegada del altivo señor Darcy y su orgullo desmedido. Así que tenemos el orgullo de él, los prejuicios de ella y un buen puñado de zombis para los dos. Y ya está el guion. Con un actorcito de moda por aquí, la nueva Heather Graham por allá, y un imberbe seductor azucarado, ya tenemos el reparto. Una piara de efectos especiales y escenarios insertados por ordenador, más la promoción adecuada en redes sociales, y hemos hecho una película. Y todo esto sin dejar de sumar elementos imposibles: unos actores que no encajan con sus personajes, un guion que no encaja consigo mismo, una historia que hace aguas y un montón de combates que tienen lugar mientras dialogan, porque no hay tiempo ni ganas para hacerlo por separado. Es posible que no sea la mezcla más deseable pero, como la molécula del petróleo se une a los aditivos que la convierten en gasolina, como la fresa que nace en el laboratorio y sabe a sandía, o como el ventilador que enfría los fideos que cuelgan del palillo, es el resultado de lo que un día nos dio por inventar. Así fue cómo, en una aciaga tarde creativa, se nos ocurrió llenar de fantasmas a la pobre de Jane Austen. ¡Qué algún Dios coja confesados a los que seguirán mirando el escaparate atestado de inútiles enseres con WiFi cuando ya no se lea más a Austen, cuando ella misma no sea más que un fantasma, cuando solo se recuerden sus zombis!

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