Jane Austen contra el romanticismo

Hablamos de una mujer que dio la espalda a los grandes acontecimientos de su tiempo, la era de las revoluciones

Fotograma de la película 'Orgullo y Prejuicio', basada en el libro de Jane Austen.
Fotograma de la película 'Orgullo y Prejuicio', basada en el libro de Jane Austen.

Se ha dicho de la novelista Jane Austen (1775-1817) que fue un personaje “fálico”. Todo porque era una mujer inteligente y consciente de serlo, satisfecha de sí misma, carente de los problemas emocionales de las heroínas románticas del estilo de Emma Bovary. Podríamos discutir si el adjetivo es pertinente porque implica una idea, una esencia o, más bien, un prejuicio, de lo que representan la masculinidad y la feminidad, de forma que las personas de carne y hueso se clasifican en función de estereotipos. De modelos químicamente puros que no existen en la realidad. 

Aunque el feminismo pueda reivindicarla, Jane Austen no fue una rebelde. Educada en un entorno de clase-media alta, estuvo siempre muy unida a su padre, un reverendo que amaba lo libros y tenía la santa costumbre de leer en voz alta a los suyos. Pareció, en un primer momento, que iba a ser una más entre las jovencitas dispuestas para la caza de un marido, pero su destino iba a ser muy distinto. En lugar de esposa fue la fina e irónica observadora de un mundo en el que las convenciones sociales ocupaban todo el espacio público. Una palabra a destiempo, un exceso de confianza… ¡Y estás sentenciado!

De una persona importaba la buena educación, es decir, la capacidad para seguir las normas y no desentonar en público, pero sobre todo el bolsillo. A la hora de planificar un matrimonio, el “tanto tienes, tanto vales” se convierte en un principio inexorable. El señor Weston, un personaje de Emma, aparece descrito en términos prosaicos que no dejan demasiado lugar al entusiasmo: “era un hombre de carácter irreprochable, suficiente fortuna, edad apropiada y modales agradables”. Se nos dice que en su primer matrimonio llevó la peor parte, pero solo por motivos de naturaleza estrictamente material: al enviudar acaba más pobre que al principio. Y con un hijo a su cargo.

Groucho Marx diría con sarcasmo que el matrimonio es una gran institución si te gusta vivir en una institución, pero un inglés de principios del siglo XIX no tenía ningún problema en aceptar que el amor no tenía nada que ver con los casamientos. El Romanticismo podía ensalzar las pasiones desaforadas, pero Jane Austen se dedicaba básicamente a gente con sentido práctico. Títulos como Emma parodian los melodramas excesivos tan en boga en la época, en este caso a través de una protagonista que se entretiene en urdir las bodas de los demás, aunque ella está decidida a no lucir nunca un vestido de novia. ¿Para qué, si no necesita más dinero ni ascender socialmente? Sin ninguna aspiración que cubrir, prefiere permanecer sola a unirse a alguien que no será lo bastante bueno. El estigma de la soltería no le inspira el temor reverencial que sienten sus amigas, convencida de que no puede equipararse la solterona con recursos precarios, objeto de burla para los niños, a la que posee un tren de vida desahogado. La clave de la respetabilidad, por tanto, está en una economía lo bastante sólida como para garantizar la independencia personal. Ese es el secreto que permite a la autora, en la vida real, renunciar a la maternidad para tener por hijos a sus libros. 

Hablamos de una mujer que dio la espalda a los grandes acontecimientos de su tiempo, la era de las revoluciones. Su prioridad es el retrato vivaz de unos círculos restringidos consagrados al culto a la apariencia. Las grandes emociones son las que aportan los bailes o las visitas protocolarias, en un ambiente en el que los días transcurren sin sobresaltos extraordinarios. El mundo exterior, en cambio, parece no existir.

La propia Jane Austen, en cierta ocasión, confesó que era horrible que tantas personas murieran en la guerra de la independencia española. Sin embargo, se sentía poseedora de una gran ventaja, de una verdadera bendición: ninguna de ellas le importaba. Tal vez porque, al escribir, tenía por norma limitarse de forma estricta a lo que conocía por experiencia propia. Por eso recomendaba no situar un argumento dentro de un determinado espacio geográfico a menos que se hubiera estado allí. Porque, de otra manera, el resultado corría el serio peligro de sonar a falso. Llevada siempre por el afán de verosimilitud, se documentaba para cualquier detalle por insignificante que pudiera parecer. ¡No iba a decir que había setos donde no los había!

La creadora de Orgullo y Prejuicio publicaba sus relatos de forma anónima. Esa era entonces la tradición dentro del mundo literario. Walter Scott, por ejemplo, no utilizaba su nombre al escribir para la Quarterly Review. No obstante, como señaló el crítico José María Valverde, se suponía que la costumbre tenía más sentido en el caso de la mujer, obligada siempre a guardar una discreción más exigente. Jane llevó este recato tan lejos como para ocultar a su propia familia su dedicación a las letras. Su sobrina Anna no sospecho que pudiera ser ella la misteriosa “Lady” que firmaba Sentido y Sensibilidad. De ahí que se atreviera a comentar en su presencia que el libro, a juzgar por su título, debía ser una tontería. No imaginó que su tía llegaría a ser la novelista de la Inglaterra decimonónica más valorada por la crítica, por encima incluso de monstruos sagrados como Charles Dickens. El veredicto de la posteridad corrigió así, una vez más, la escasa atención de los contemporáneos. 

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