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Debemos recuperar la sensatez y aprender a disfrutar de cosas que, sin ser caras y exclusivas, sí que nos proporcionan esa ansiada felicidad.

Sumergidos ya en la vorágine consumista de las fiestas navideñas, a veces uno se pregunta cómo hemos llegado a esta situación. Vale que no es nada nuevo, y llevamos muchos años dejándonos llevar por el influjo hipnótico de las brillantes luces de colores, y las rebajas. Y resulta descorazonador comprobar cómo, por un lado tratamos de apretarnos el cinturón del gasto para no provocar microquiebras de nuestro economía del hogar, haciendo juegos malabares con los números, y por otro lado nos lanzamos sin ningún tipo de rubor a la caza del regalo perfecto, muchas veces gastando lo que no podemos o debemos. 

Se multiplican los compromisos sociales. Lo que hace unos años era la tradicional cena de empresa, ahora se ha convertido en una maratón de eventos, ya no solo con los compañeros de trabajo, sino también con amigos, socios del gimnasio o hasta del club de pádel de turno. Nos disponemos a hacer una especie de via crucis por distintos restaurantes que, por cierto, aprovechan la coyuntura para hacer de diciembre un nuevo agosto, cobrando el cubierto con cantidades infladas, sacrificando en muchas ocasiones la calidad de lo ofertado, en menús sofisticados, con nombres pomposos pero sabor a recalentado y precocinado. 

Se nos pide austeridad en el gasto energético, apelando a la responsabilidad de los ciudadanos en la lucha contra el cambio climático. Sin embargo, esos mismos que piden prudencia en el gasto, visten las calles con miles de bombillas y adornos en otra lamentable carrera por ver qué ciudad luce mejor sus galas, tiene el árbol de Navidad más grande de Andalucía, o pone los villancicos más modernos por la megafonía de plazas y barrios. Difícil de sobrellevar esta contradicción. Más aún cuando ves a los “sin techo” resguardarse del frío nocturno en los cajeros, o hacer colas en comedores sociales. 

¿Cómo hemos llegado a esta insensibilidad social que azota a buena parte de nuestra población? ¿Cómo somos capaces de gastar lo que tenemos y lo que no tenemos, entregándonos a una serie de excesos que, a la hora de la verdad, no nos garantizan la felicidad en estas fechas por mucho que nos rasquemos los bolsillos? Habría que replantearse las prioridades vitales, sin duda alguna. Recuperar la sensatez y aprender a disfrutar de cosas que, sin ser caras y exclusivas, sí que nos proporcionan esa ansiada felicidad. Quizás por ahí comience el camino de un cambio que nos permita tener la fiesta en paz y los excesos, a raya. 

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