Cuando la vi aparecer, embutida en un enorme traje estampado que se había tenido que hacer ella misma, pensé que venía a venderle alguna tira de papeletas a mi madre. Cierra niño la ventana que ya estoy hasta el mismísimo de tanta lotería. Se creen que soy el Banco de España. Pero no..., no quería hablar con ella sino conmigo, al menos así lo dejó ver a todo el barrio con uno de esos chillíos operísticos que abren las entrañas.

No sé cómo se enteró pero quería saber de mis clases de guitarra, lecciones que por aquellos días daba en mi dormitorio, un cuarto con bufandas del Xerez Deportivo colgando del techo, con un Pentium II dominando la habitación, una cama vestida con el mismo estampado que traía la mujerona -hasta ese día no me había dado cuenta de lo fea que era mi colcha- y dos sillas sevillanas de mal asiento que a los pocos años terminaron como tiestos de un teatro. Todo un estropicio visual que ella, con su cabellera pelirroja y su estampa de verdulera, sabía rematar a la andaluza. Sólo faltaba el geranio y el caballo de cartón ya que el sangrante crucifijo de turno reposaba, desde hacía uso años y contra mi voluntad, sobre la cabecera de mi cama.

El asunto es que se planta la mujer en medio de la habitación -apoderándose físicamente del espacio- y me dice con su voz de pito de octavas que a qué salen las claaaases. Mal empezábamos.

Señora, las clases son mil quinientas pesetitas. (Siempre entendí que hablar con diminutivos, en el caso de los negocios, hace más posible el acuerdo). Perfeeecto cantó la mujerona realmente extasiada, remangándose la falda y sentándose en la orilla de mi cama. Sé que estuvo a punto de pedirme café y de sacar la guitarra de mi estuche para ahorrarme tiempo pero mi posterior pregunta frenó sus intenciones. Qué días le vienen bien pregunté. Qué días qué..., tooodos afirmó la opositora a soprano mientras empezaban a pesarle los treinta y cinco grados de ese Junio del noventa y ocho de mercurio y fatigas dobles. Todos no, usted me dirá que días quiere venir, yo le apunto y paga cada vez que venga. Ya estaba todo dicho y hecho. Supe al momento, por su extraña cavilación a base de suspiros y sofocos, que jamás me daría mil quinientas pesetas por clase.

Y así fue. Se levantó, le dio media vuelta de tuerca a su falda elástica, cogió su bolso, empezó a reír como nunca vi a nadie ni veré en mi vida y comenzó a cantar eso de Anda jaleo, jaleo. Ya se acabó el alboroto y ahora empieza el tiroteo mientras abandonaba el cuarto lentamente, como a la espera de unos aplausos que tenían que venir desde detrás de las cortinas.

Los aplausos, por supuesto, nunca llegaron pero sí los maullidos de los gatos de la casa. Y con los maullidos y el alboroto apareció mi vecina, ésta para decirme, mientras la señorona doblaba la esquina, que hay gente pá tó.

 

*Años más tarde, la señora se acercó a la escuela de la Porvera. Iba a ser la última ocasión que tendría la suerte de verla. Habían pasado unos años y ya no venía con su falda de flores ni su abanico de lunares sino con una escandalosa gorra americana y una sudadera de algodón.

Hooolaaa pregonó. Su torrente de voz seguía intacto a pesar del tiempo y de los escalones de la academia. Preguntó por las clases de baile pero tampoco, visto lo visto, le vino a alcanzar o a importar. Me miró, se encasquetó la gorra de béisbol y me preguntó si quería escuchar un rap. No podía negarme aunque poco le hubiera importado ya que sin esperar mi respuesta se lanzó a regalarme su creación: un rap sin pies ni cabeza, un atormentado whisi waaaare wooo, que solamente tenía corazón.., como aquel Anda jaleo del noventa y ocho que jamás borraré de mi memoria.

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