Pocas veces iba yo a la barriada del Rocío. Muy pocas. Alguna que otra para jugar en su extraño campo de fútbol dibujado en una empinada cuesta y en otras ocasiones —siempre por puro azar— para probar mi puntería con la escopeta de plomillo de un amigo de mi hermano que vivía en uno de sus descampados.

No había nada más que hacer —al menos para un niño de diez años— en aquel barrio levantado a base de cojones en colás que nadie quería y en terreno de nadie. Al menos así lo veía desde mi Orbea verde. Nada más que alambres, barro, pozos ciegos, niños poniendo cardos con pegamento para cazar pájaros y alguna que otra cara de hambre.

No había mucho que hacer allí pero siempre que tocaba ir me lo encontraba cara a cara..., justo en la frontera natural de chumberas y lindes borrosas. Siempre dejado caer en el primer madero del que brotaba toda la alambrada de espinos que separaba a los hombres de las vacas. Siempre con ropa gris de viejo, sus manos de viejo y ese cuerpo pequeño que nunca había llegado a dar el estirón. No tendría más de 35 años. Eso sí lo sé. Lo sé por lo que no hablaba y lo que hacía.

Con la casa de los Pinos detrás, a treinta o cuarenta metros, y el poblado gitano abandonado a otro tanto sólo cabía poner los ojos en aquel hombre que parecía recién salido de alguno de los agujeros que los niños hacíamos en el campo para buscar luas.

No tendría casa y si la tenía me la imagino con poca luz y un pequeño ropero al lado de la puerta, con una camisa blanca colgando de una percha en su interior —idéntica a que siempre llevaba— y un par de zapatos gastados. Pero imagino que ni siquiera eso porque de haber tenido un sitio donde esconderse del mundo no hubiera elegido aquel cruce de carriles lejos de todo, sin arboles donde refugiarse de las lluvias de antes.

Se me han olvidado sus ojos pero no su recortada silueta. Tampoco los movimientos que gastaba.., tan lentos y escasos que su cuerpo se me antojaba como un negativo de una película sin revelar.

Se limitaba a acercarse lentamente, a sacar su paquete de tabaco mientras estudiaba sus últimos pasos hacia mí, a quitarle con insólita agilidad el papel transparente que mantenía los cigarrillos secos y a llevárselo a la boca. De entre sus dientes pequeños y cuadrados salía un afilado silbido —una extraña musiquilla a viento lejano— como una de esas locomotoras de hierro a punto de partir. Así, una y otra vez, hasta que me llegaba su olor a carbón y mis pies me sacaban de allí.

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