Embarcación, 1994, de de Alex Colville.
Embarcación, 1994, de de Alex Colville.

Siempre me lo dijeron. Tenía que ser lo más correcto posible. Aseado. No solo por fuera. Dando los buenos días, cediendo el paso en las aceras, cogiendo el postre siempre en último lugar… y sin decir picardías. Así fue mi educación. La corrección de los buenos modales y de las buenas intenciones.

Así andaba, convencido de que buscar la corrección era lo correcto. Hasta que un día leí que no sé quien se vanagloriaba de ser “políticamente incorrecto”. Se jactaba de ello y lo decía como si a nuestros jóvenes hubiesen que educarlos en la incorrección. Yo me sobresalté. No puede ser. ¿Cómo va a ser preferible lo incorrecto? Otra cosa es que tengamos dudas o errores. ¡Pero los tendremos en la búsqueda de la corrección! Pues parece que no es así. Y que yo soy el que estaba –y estoy- equivocado. Y equiparan incorrección a una supuesta y aparente rebeldía. Como una actitud adolescente por llevar la contraria, por echar un pulso.

A partir de ese día, como una nube asfixiante, me topo con esta declaración de principios cada dos por tres. El último caso, un editor que ha publicado un libro sobre los quince libros imprescindibles, y dice que ha usado para elegirlos un criterio “políticamente incorrecto”. Lo afirma en el diario El País, al parecer, el periódico antisistema (véase su accionariado). Y lo dice como una gracia, como una rebeldía. Los libros son útiles casi todos, buenos algunos, imprescindibles tres o cuatro. Los hay que tuvieron la honra de pertenecer al Índice de Libros Prohibidos, porque hablaban de lo que el poder no quería que se hablase. Esto lo saben todas las dictaduras políticas y religiosas: no tenían libros incorrectos, tenían libros prohibidos. Directamente.

Pero ha triunfado esta pose, este postureo para mariposear sobre las cosas buscando brillar, vencer, someter al otro. Ahora ya no se prohíben libros: es más eficaz confundir al lector. Dejarlo sin criterio. Convencerlo de que todo vale, de que todo es opinable, de que no hay jerarquía en las opiniones porque son todas democráticamente iguales. Sacando de quicio el término “democracia” hasta convertirlo en pura demagogia.

Y los vicarios del poder real se convierten en prestidigitadores de las palabras para ejercer su voluntad por que sí. Y así nos encontramos con una imaginaria República Catalana que lo es pero no lo es, pero sí pero no; un ministro que responde a la falta de pluralismo en la televisión pública con un chulesco “si no le gusta, cambie de canal”; unos sindicatos internacionalistas atizando una separación territorial inconstitucional o un presidente del Gobierno jurando por su santa madre que no sube las pensiones porque no hay dinero, el día del enésimo rescate público a los negocios privados ruinosos. ¿Estos hechos son correctos o incorrectos? ¿Es correcto condenar a un hombre sin pruebas, aunque la víctima sea una mujer? ¿Aprovechar el dolor de todo un país para airear la cadena perpetua o la pena de muerte? ¿Apuntalar un gobierno clientelar repartiendo a discreción y graciosamente Expedientes de Regulación de Empleo? ¿Mantener en libertad sin fianza -en el extranjero- al cuñado del Rey, a pesar de haber sido condenado por los delitos de malversación de caudales públicos, fraude a la Administración y varios delitos fiscales? Ilegal no debe ser, correcto tampoco lo parece.

Yo hago como el ateneísta de Chipiona, que me parece tan mala la elección de esta lista de libros supuestamente “incorrectos” que no recuerdo haber leído ninguno. En mi vida habré hecho muchas cosas incorrectas y también otras moralmente malas. De todas debo arrepentirme. De lo malo (o de lo injusto o de lo que es falso y no verdadero) no podemos vanagloriarnos o tener el cinismo de presentarlo como “saludablemente incorrecto” o rebelde. Está de moda la incorrección. Vaya por Dios.

Dice el político bravucón e inmoral: “Es mentira. Sí. ¿Pasa algo? ¿Tiene que dimitir? ¿Usted no haría lo mismo? Pues entonces”. Más claro, agua.

¿Alguien duda todavía de que la regeneración de nuestro país debe iniciarse en las escuelas, llamando al pan, pan, y al vino, vino? Podríamos empezar por la corrección lingüística. Y por la formación en el esfuerzo de un pensamiento correcto, es decir, de la Filosofía (entre otras asignaturas), si este gobierno no termina fulminándola del bachillerato en su penúltimo empeño liberal en la defensa de los valores democráticos occidentales.

¡Con lo útil que les sería a nuestros jóvenes distinguir claramente entre una acción justa, moral, legal, correcta, opinable, apropiada, excelente y admirable! Hoy todas estas cualidades las jibarizamos en una sola: guay. Para qué más.

Lo correcto es lo que está libre de errores y, si se dice de una persona, la que es de conducta irreprochable ¿Cómo va ser deseable una opinión o una conducta “políticamente incorrecta”? Pues llámela de otro modo.

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