No llores como una mujer lo que no supiste defender como un hombre. La semana pasada esta sentencia ocupó el titular del editorial de un periódico local andaluz, concretamente del más antiguo de los que quedan en pie en la ciudad de Sevilla. El texto —que casi nadie ha leído a pesar de haber compartido hasta la saciedad su denuncia con el implacable castigo del emoticono enfadado— hacía alusión al ex secretario general del Partido Socialista, Pedro Sánchez. El diario reprobaba al político las lágrimas con las que confirmó su renuncia al acta de parlamentario para no tener que someterse a la disciplina de voto y facilitar el gobierno del Partido Popular. Dijo adiós con la voz temblorosa y anunció que emprendería tras ello un humilde peregrinaje por los pueblos de España, cual Tate Montoya en el mítico Tal como somos. Tras su despedida, concedió una entrevista en la que destapó las presiones —mediáticas y financieras— que supuestamente habían impedido un gobierno de izquierdas con él a la cabeza. Y también la culpó a ella, a la lideresa sureña posmoderna, a la intocable Susana.
Semejante atrevimiento cabreó a algunos y motivó textos sangrantes en otros. No obstante, el ya célebre —y no menos desgraciado— titular servía para presentar a Sánchez poco menos que como un paria sin el carisma suficiente para mostrar coraje y sin coraje suficiente para tener carisma. Resulta paradójico que la comunión con la postura de una mujer pueda motivar para su defensa un planteamiento tan lesivo hacia lo femenino. ¿En qué momento hacer las cosas como una fémina empezó a ser considerado un insulto? ¿Dónde se fundamenta la connotación negativa que el acervo popular le ha conferido? La marca de higiene femenina Always creó hace un par de años una campaña publicitaria en la que pedía a los aspirantes en un casting que actuaran frente a la cámara como si “corrieran como una chica”.
Curiosamente, mientras que las mujeres y hombres mayores de edad interpretaron esta secuencia con aspavientos y forzada debilidad, las niñas pequeñas que participaron no vieron en esta petición nada especial. Sin más, corrieron tan rápido como podían hacerlo. Para ellas, hacer las cosas como una mujer aún no denotaba inferioridad. Aún. No menos curioso resulta que los dueños de la marca, uno de los conglomerados que más invierte en publicidad en nuestro país (la multinacional Procter&Gamble), son los mismos que nos invitan a darlo todo para ser una chica “Pelo Pantene” o a sentirnos como la diosa “Venus” pudiendo disfrutar en la piscina tras afeitarnos las piernas.
En cualquier caso, los autores del editorial de la discordia no parecen estar de acuerdo con las niñas que corren como el viento. Llegados a este punto, no sé qué opinará mi amado lector pero yo preferiría que se hubiera tratado de una maniobra de autopromoción. Una estrategia a la caza del “que hablen aunque sea mal”. Este recurso alcanzaría, a mi parecer, cotas menos execrables que la asunción normalizada de lo planteado. Si el fiasco periodístico se produjera por mera falta de sensibilidad, por desoír el entendimiento de la lucha de género, por la desatención de la batalla igualitaria, resultaría mucho más descorazonador. Si no se es capaz de reparar en qué estaba mal, poco puede añadirse. Y menos puede hacerse.
Más allá de incomprensibles símiles históricos y de titulares infames, llama la atención el propio asunto de género. Si resulta deplorable el tratamiento de algunos medios para con la mujer, parecida consideración alcanza la defensa de alguien por el mero hecho de serlo. Hillary Clinton no es mejor que Trump por ser mujer, ni sus ovarios —y les escribe alguien que también los tiene— van a traer la paz al mundo por el hecho de que estén ahí, bajo la piel de una líder mundial. La formación ideológica para construir la sociedad postpatriarcal no está en las mujeres que abrazan sin reservas el neoliberalismo atroz, pero quizá sí lo esté en las nuevas mujeres que corren como ellas mismas, luchan como ellas mismas y lloran como ellas mismas.
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