Vladimir Illich Lenin en una imagen de archivo.
Vladimir Illich Lenin en una imagen de archivo.

Se cumplen cien años de la muerte de Lenin, una buena ocasión para redescubrir su figura. Para eso, nada mejor que acudir directamente a sus propias obras. Como las Tesis de Abril, reeditadas por Akal. Lo que encontramos aquí equivale a un curso de política práctica. No en vano, el líder ruso nos sorprende en ocasión con su inesperado pragmatismo. Insiste en que el marxismo es un análisis de un problema concreto. De ahí que la mejor forma de ser marxista sea basarse en los hechos y no repetir como un papagayo lo que han dicho los clásicos.  De nada sirve basarse en viejas fórmulas mientras se descuida el estudio de la realidad viva y palpitante. La teoría, por definición, no permite captar los acontecimientos en su totalidad. 

Nos encontramos ante un pensamiento orientado hacia la acción que trata de buscar la mejor manera de hacer la revolución proletaria. Tras la caída del zar Nicolás II, un dirigente burgués, Kérenski, había ocupado el poder. El país, sin embargo, continuaba inmerso en la Primera Guerra Mundial. ¿Qué tenían que hacer esas circunstancias los bolcheviques? Lenin, consciente la impopularidad de la contienda, se opuso a ella con todas sus fuerzas. Creía que estaban en juego los intereses de los capitalistas. A los obreros, en cambio, aquella descomunal matanza solo les afectaba como carne de cañón. Si se quería una paz verdaderamente democrática, no impuesta por la fuerza, primero había que acabar con un sistema económico injusto por naturaleza. Entre la patria y el socialismo, mejor anteponer al segundo. 

A Lenin, tal vez, Twitter le hubiera sacado de quicio. Porque sabía que la verdadera política son actos, no palabras. No bastaba con presentar ante el gobierno unas determinadas exigencias: había que cambiar las cosas. Si se quería reformar el Estado desde abajo, la solución pasaba por la implantación de los soviets. Una república burguesa equivalía a un retroceso, no a un avance.

Pero también es cierto que el jefe bolchevique peca, en más de una ocasión, de un exceso de dogmatismo. Los que no están de acuerdo con él tienen que ser pequeñoburgueses. Menosprecia el anarquismo el equipararlo con una palabra fea: “pantano”. Descalifica sin matices la democracia liberal como un régimen que “dificulta y asfixia la vida política independiente de las masas”. Por otro lado, cae en una notable idealización cuando pretende que Rusia, en abril de 1917, es la nación más libre del mundo. Supone, erróneamente, que el Estado ya no es Estado en un sentido estricto porque ha dejado de ser un instrumento de dominación del pueblo. Como demostraría la historia posterior, las burocracias revolucionarias son siempre burocracias antes que revolucionarias. 

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