Lenin, el Maquiavelo rojo

El líder bolchevique era un fanático, sin duda, pero a la vez también un realista, capaz de enfrentarse a la verdad descarnada por desagradable que fuera, sin confundirla con sus propios deseos

Vladimir Illich Lenin en una imagen de archivo.
Vladimir Illich Lenin en una imagen de archivo.

Ideólogo de convicciones fuertes, Vladimir Illich Lenin veía en el reformismo una deslealtad a la clase obrera. Los trabajadores que pactaban con los empresarios ventajas mutuas le parecían, por definición, traidores. En general, cualquiera lo bastante osado para discrepar con él era un infiel a la causa, destinatario potencial de las ráfagas de insultos que disparaba su pluma. Ni siquiera los viejos amigos se libraban de su furia: en cuanto dejaban de coincidir con su línea política, cualquier posible afecto se disipaba de inmediato. Era incapaz de una identificación personal con los que no compartían sus opiniones.

La certidumbre de que encarnaba el bien del pueblo no le abandonó nunca, seguro como estaba de sus propias capacidades. Y, sin embargo, no procedía de una familia humilde aunque la propaganda se encargara de pregonar lo contrario. Hijo de un noble, exhibió siempre en sus maneras la confianza de alguien que se sabe destinado, por nacimiento, a formar parte de la elite directora. 

El líder bolchevique era un fanático, sin duda, pero a la vez también un realista, capaz de enfrentarse a la verdad descarnada por desagradable que fuera, sin confundirla con sus propios deseos. Buscaba, sobre todo, el poder. El poder absoluto. Eso le condujo a mostrarse sorprendentemente pragmático.

Para él, la teoría marxista constituía una fuente de inspiración, no un conjunto de directrices que hubiera que acatar de una forma rígida como si se tratara de palaba sagrada. Por eso, cuando lo creyó necesario, sacrificó siempre la ortodoxia doctrinal en nombre de la ventaja política que esperaba conseguir. Eso explica que, a largo plazo, acabara transformando un partido minoritario en una fuerza de gobierno. En lugar de aplicar al pie de la letra el pensamiento marxista, supo adaptarlo de una forma creativa a la situación rusa. 

¿Quiere decir todo esto que era un hombre increíblemente frío y racional? La verdad es que acostumbraba a ser mucho más emotivo de lo que iban a imaginar sus partidarios y sus biógrafos. Las personas que le conocían bien sabían que podía dejarse arrastrar por ataques de ira incontenibles. 

A Lenin lo acompañó la voluntad, pero también la circunstancia. El triunfo de la Revolución se vio facilitado por la coyuntura internacional. Las potencias europeas, todavía inmersas en la lucha cruenta e interminable de la Gran Guerra, tenían problemas más acuciantes que frenar el triunfo del comunismo en el país de los zares. La contienda, al provocar una sucesión de catástrofes apocalípticas, acabó empujando a la población hacia una salida revolucionaria. Nicolás II creyó que tendría siempre a su lado al ejército para reprimir a la disidencia, pero llegó un momento en que sus soldados, extenuados por las continuas derrotas, se negaron a acatar sus órdenes. 

Como socialista, el jefe de los bolcheviques no compartía ningún tipo de inquietud pacifista. Un conflicto armado le parecía perfectamente legítimo si se hacía en nombre de los intereses obreros y no para defender la riqueza de los capitalistas. Desde esta perspectiva, cabía definir como “santa” a la guerra de los oprimidos “por la conquista de sus patrias”.

La que hacían las grandes potencias, mientras tanto, solo podía ser el preludio de la autodestrucción del mundo burgués. Lenin había afirmado, ya en 1913, que una guerra entra Austria y Rusia podía beneficiar a la causa proletaria. No veía probable, sin embargo, que los emperadores Francisco José y Nicolás II le dieran “esa alegría” a los comunistas. Un año después, los hechos desmintieron con radicalidad aquella profecía que, de hecho, no venía a ser más que una versión del viejo principio de “cuanto peor, mejor”.   

  En aquella Europa dividida por la barbarie, nuestro protagonista no dudó en tomar decisiones dolorosas con la determinación implacable de un cirujano de hierro. Una vez alcanzado el gobierno, las cuestiones exteriores se convirtieron en uno de sus problemas más acuciantes. ¿Había que llegar a una paz separada la Alemania de Guillermo II? la cuestión dividió profundamente a los bolcheviques hasta casi provocar una escisión. Un sector del partido apostaba por continuar la guerra contra una potencia que, a sus ojos, representaba el imperialismo. Se trataba de seguir la estela de los revolucionarios galos de 1792 en su lucha contra las potencias absolutistas. 

Lenin, en cambio, creía que en Francia el pueblo no se vio exhausto por ninguna guerra, todo lo contrario de lo que sucedía entonces en Rusia, agotada por su desastrosa intervención en la gran pugna europea. Reconocía que las condiciones de paz ofrecidas por Alemania eran “increíblemente penosas”, “de extrema sumisión” y “rapaces”, pero estaba convencido que sólo existía una salida, aceptarlas. Fue su posición la que finalmente se impuso y el tratado de Brest-Litovsk puso fin a las hostilidades en marzo de 1918.

Entusiasta de la realpolitik cuando hacía falta, era plenamente consciente de que el antiguo ejército ruso se había desintegrado mientras el nuevo, el Ejército Rojo, apenas comenzaba a formarse. Los campesinos, mientras tanto, todavía no habían consolidado un nuevo régimen de producción tras desembarazarse del capitalismo. En este contexto, las consignas sobre la “guerra revolucionaria” resultaban mera palabrería desprovista de un significado real. El partido tenía que ser capaz de analizar los hechos tal como eran, sin dejarse arrastrar por discursos huecos. Ante la imposibilidad de una victoria en aquellos momentos, valía más un tratado desventajoso. “Hay que saber esperar”, advirtió Lenin. Ya llegaría el momento de guerrear para extender la revolución más allá de las propias fronteras. 

Finalizado el conflicto exterior se iniciaba el interior, con una prolongada guerra civil contra los contrarrevolucionarios. El propósito esta lucha, para el líder bolchevique, no era otro que aplastar el poder de la burguesía, un objetivo que requería esfuerzo, sacrificio y tiempo. Durante este periodo, el gobierno soviético debía tener “las manos completamente libres”.

Sólo así conseguiría derrotar a los enemigos del proletariado. Mientras tanto se ganaba tiempo a la espera de la revolución en Europa Occidental, un estallido que barrería tarde o temprano a los gobiernos capitalistas. Se trataba de un destino inexorable, de acuerdo con los postulados de la ciencia marxista. En esta seguridad se basaba la creencia en la victoria definitiva del socialismo, que se produciría cuando los obreros de otros países acudieran a socorrer a sus hermanos soviéticos y se colocaran los cimientos de una revolución a escala planetaria. 

En medio de la discordia civil, el nuevo estado comunista se levantaba  trabajosamente. Para Lenin, Rusia había alcanzado un nuevo tipo de democracia nunca antes vista en el mundo, muy superior a los regímenes de tipo burgués que caracterizaban al mundo occidental. Comenzaba así el camino hacia la sociedad comunista, donde todos aportarían según sus capacidades y la riqueza se repartiría según la necesidad de cada cual. Los trabajadores serían los protagonistas en la construcción de este mundo, en el que habrían desaparecido el viejo ejército y la vieja burocracia, instrumentos de opresión sobre la clase obrera. Pero antes habría que pasar por varias etapas de transición, sin que nadie pudiera precisar su número. Mientras tanto, el partido se encargaría de educar a las masas para formar ciudadanos conscientes, capaces de asumir sus responsabilidades en el gobierno del Estado ya que el socialismo no podía ser obra exclusiva de una minoría.  

Para hacer realidad todos estos sueños, Lenin propugnaba, sin ningún complejo, métodos dictatoriales. La libertad de expresión iba a estar, por su supuesto, proscrita. Se trataba, según le dijo a la anarquista Emma Goldman, de un prejuicio burgués. En el nuevo Estado que se estaba construyendo, la prioridad era el bienestar económico de los trabajadores, no el derecho a divulgar ideas contrarias a las del gobierno. 

En caso de necesidad, los bolcheviques no debían retroceder ante la máxima dureza ya que aspiraban a combatir, fuera como fuera, la inhumanidad del capitalismo. “No debemos detenernos ante el empleo de métodos bárbaros en la lucha contra la barbarie”, afirmó nuestro hombre sin contemplaciones. El fin, pues, justificaba los medios. La violencia estaba o no legitimada en función de si permitía alcanzar los objetivos del partido. Al estar en juego la supervivencia de la revolución, nadie debía vacilar en tomar nota de los procedimientos represivos que caracterizaban a los países imperialistas.

El comunismo encarnaba una moralidad nueva, muy distinta de la que se propugnaba bajo el dominio de la burguesía. Nada estaba prohibido, ni la mentira ni el asesinato, si se hacía en nombre del paraíso del futuro. Lenin, en una conversación de 1907, ya había apuntado el criterio supremo para establecer la vertiente ética de un hecho determinado: “Todo lo que se hace en el interés de la causa proletaria es honesto”.  

La sangre, por tanto, debía correr si la espada se alzaba en nombre de la liberación de los oprimidos. Había que demostrar la propia fuerza y sólo el terror podía ser convincente. Resultaba ingenuo creer, según Lenin, que se pudiera hacer la Revolución si ejecuciones. Los bolcheviques debían tener presente que la magnanimidad excesiva había llevado a la perdición, en 1871, al proletariado de la Comuna de París: “En lugar de eliminar a sus enemigos, que era lo que debía haber hecho, trató de influir moralmente sobre ellos, desestimó la importancia que en la guerra civil tienen las medidas puramente militares”.

El líder bolchevique, en esto, no podía ser más claro. Si se juega a cambiar el mundo, hay que hacerlo con todas las consecuencias y sin retroceder ante nada. No se trata solo de la justicia sino de afrontar la cuestión del poder. De ahí que la prioridad de un revolucionario deba ser destruir por completo al enemigo de clase. Destruir, en este caso, no significa solo victoria sino aniquilación total: “hay momentos en que los intereses del proletariado exigen el exterminio implacable de los enemigos en francos choques armados”.  

Crear una nueva sociedad llevaba aparejados, inevitablemente, “largos dolores de parto”. Las nuevas autoridades debían mostrarse inmisericordes, sin mostrar una compasión que pudiera confundirse con debilidad. Nuestro protagonista no podía entender cualquiera sentencia que se alejara de la mano dura más estricta. ¿Por qué los jueces se limitaban a condenar a seis meses de prisión al culpable de aceptar un soborno cuando podían enviarle ante un paredón?  

A la luz de todo lo que hemos visto, resulta inexacto contraponer un Lenin “bueno” a un Stalin “malo”, como se ha hecho tantas veces, puesto que desde el principio el destino del disidente tenía que ser el campo de concentración o la muerte. Stalin pudo ser el padre del Gulag, pero Lenin, como bien decía el poeta Eugeni Eutushenko, “fue su abuelo”.

En la actualidad, sin embargo, Rusia recuerda con nostalgia al fundador de la URSS. En su mausoleo, su momia no ha dejado de ser visitada por multitudes. No por comunistas fervientes sino por ciudadanos que le consideran un símbolo de la grandeza nacional, uno de esos líderes fuertes y sin escrúpulos sin los que sería imposible, supuestamente, superar todos los obstáculos. Existiría, por tanto, una continuidad histórica entre Pedro el Grande, los zares rojos y Vladimir Putin. 

 

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