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N creció con las caderas de Sophie; con el vaivén de sus suntuosas caderas y la generosidad de unos pechos que fueron ganando centímetros de plástico -no a la par de unas desmedidas ojeras- con el paso de sus películas y traicioneros años.

N creció con ella aunque Sophie -así se hacía llamar en el mundo del porno- era tanto de N como de los miles y miles de adolescentes -y no tan adolescentes- que consumían sus escenas de piscina californiana o cuarto de dudoso dentista, según el caso, en el deambular de aquellos viernes-noche de canal plus que eran de todo menos santos.

N se hizo un hombre -o al menos echó los dientes y los perdió- con los gemidos enlatados de su rubia de bote; fraguó su años de instituto con aquellas miradas leoninas de zoológico de barrio que ella dirigía a sus colegas de reparto y hasta más de una vez terminó rescatando la dulce y roja boca de su ansiada Sophie cuando besaba a V en el parque de las Ánimas. Todo el mundo sabía que V besaba como podrían hacerlo los sapos.

Una noche de un día cualquiera la perdió de vista. Sencillamente Sophie se esfumó. Así de simple. Se la tragó la tierra o el misterioso lugar en el mundo donde ella se refugiaba. Buscó entre los disparatados nombres de los créditos y nada..., salvo ridículos motes que pretendían imitar el sonido de aquel deseado nombre francés ganado a costa de embestidas y forzada calentura.

En su incansable búsqueda, entre asalto y asalto, tanteó las jóvenes que por azar le rodeaban pero no obtuvo lo esperado. Comprobó -al probar- idénticas formas de dejarse arrastrar hasta la cama, de dejarse coger, de estudiada sumisión e incluso, en raras ocasiones, algún atisbo de generosidad..., pero nada.

A los pocos meses N la dio por perdida..., perdiendo el apetito por la carne ya que todo le parecía insípido y muy lejos de sus solitarias pero sabrosas noches de sofá caliente con Sophie hasta que, pasados unos años, la vio en Barcelona. Nunca supo N porqué acabó en Barcelona..., pero desde aquel día poco le importó.

Pasados varios años de soledad la encontró sentada frente a un local de copas y espectáculos eróticos; clavada en mitad de aquella plaza sin árboles como si estuviera en el jardín de su casa, a medio vestir y sepultada por una horda de niñatos de cabeza rapada y cigarrillos a medio consumir; con sus ojos húngaros dejados caer sobre una mesa desbordada por una noche que apenas había comenzado. No podía ser Sophie, quiso ver N. Luego se recompuso, cruzó de acera y se plantó a escasos metros de su ruina. Era ella, sin duda.

No supo qué hacer. La remota posibilidad que no lo recordara lo paralizó; la idea de que no quisiera volver con él, a esas tórridas noches de salón en penumbra, lo sacó de las sombras de aquella escena de teatro chino. Y huyó como huyeron sus días y sus noches..., pero antes de hacerlo -para siempre- giró su cabeza, contra su voluntad, para toparse de lleno con los ojos de Sophie.

Seguían siendo celestes; ese celeste que lo mantuvo durante años pegado a la pantalla del televisor y que sólo se ven en el sur; unos ojos que en aquel único y fantástico segundo creyó llenarse de lágrimas secas... Pero N -ya camino a las Ramblas- pensó que era del todo improbable ya que nunca, en todas las noches que compartieron juntos, la vio llorar. Nunca.

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