Rubén-Zayas
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Rubén Zayas, miembro de Attac Jerez residente en Chequia

Hace unas pocas semanas, recién iniciado el mes de febrero, Izquierda Unida lanzaba una propuesta de revolución democrática y social, en la que la organización hablaba de cuestiones económicas tales como la realización de una auditoría de la deuda del Estado, la prioridad del gasto social -en alusión a la reforma del artículo 135 de la Constitución-, una reforma fiscal progresiva y justa, la creación de una banca pública, etc. También tocaba cuestiones políticas, relacionadas en la mayoría de los casos con una democratización y una participación directa y real de la ciudadanía en los procesos de decisión política: creación de un revocatorio que permita a la ciudadanía apartar a un cargo público del ejercicio de sus funciones si se desvía del programa por el que fue elegido; redacción de una ley anti-corrupción; separación del interés y el poder privado del público; facilidad a la hora de convocar un referéndum y de llevar a la práctica iniciativas legislativas populares, etc. (Para más detalle, cualquier interesado/a puede consultar la propuesta íntegra aquí).

Me gustaría dedicar unas líneas a comentar la segunda parte de la propuesta, aquella relacionada con la actividad política, el funcionamiento democrático de las instituciones y la implicación de la ciudadanía en el proceso decisorio. De la trayectoria seguida por IU durante los últimos meses y su comparación con esta propuesta, me vienen a la mente un par de reflexiones que pueden resultar interesantes.

La primera nos lleva a preguntarnos si de verdad IU aspira a convertirse en referente de esa mayoría ciudadana a la que tantas veces alude en su discurso político, de esos ciudadanos y ciudadanas que se sitúan radicalmente en contra de las políticas económicas que la denominada troika y el actual Gobierno español están poniendo en marcha en nuestro país, con las desastrosas consecuencias ya conocidas. La organización liderada por Cayo Lara parece contradecir su discurso cuando toma decisiones como la que, recientemente, le ha llevado a rechazar un proceso de primarias abiertas para elegir a sus candidatos y configurar la lista electoral de cara a las próximas elecciones europeas. De nuevo, ha optado por ceder el control de dicha elección a su Consejo Político Federal y, a través de él, a la lucha de poder entre las diferentes familias que conforman el partido, a la que por otra parte ya nos tienen habituados, en especial cuando las expectativas electorales son favorables. Sorprende, especialmente, que figuras como Alberto Garzón rechacen abiertamente el proceso de primarias abiertas, por considerarlas “un producto de la democracia liberal de mercado, esto es, de la concepción democrática según la cual los partidos tienen que ser la oferta que escucha a la demanda”. Según Garzón, un proceso de primarias abiertas podría aupar como candidato a una persona con principios contrarios a los defendidos por el partido que las celebra, dando con ello por sentado que no existe ningún mecanismo posible dentro del propio proceso para evitarlo. Esta flexibilidad interna convertiría al partido en cuestión, siguiendo su argumentación, en algo “vacuo, líquido, vaporoso, capaz de cambiar de criterio a la misma velocidad que cambia el sentido común de la sociedad”.

El diputado de IU opta por un partido ideológico, esto es, un partido que “no se limita a escuchar las demandas de la ciudadanía sino que también trata de cambiarlas. Es decir, se trata de un partido que combate el sentido común y no se adapta a él. Un partido ideológico no permite que su organización interna y su programa sea determinado a golpe de encuesta (...) un partido (que) debería responder únicamente a aquellos que, compartiendo un espacio ideológico común, marcan las tácticas y las estrategias desde dentro. Es decir, el conjunto de la militancia”. Queda claro, por tanto, que Garzón traza una nítida línea divisoria entre la ciudadanía y los partidos políticos, que se deben exclusivamente a su militancia. Dando por buenos los datos publicados por el diario ABC, IU cuenta en la actualidad con aproximadamente 35.000 militantes, lo que nos lleva a preguntarnos cómo el partido liderado por Cayo Lara pretende convertirse (o si de verdad aspira a ello) en aglutinador de una mayoría social dejando su contenido ideológico y sus estrategias en manos de, en el mejor de los casos, 35.000 personas. Cabría preguntarse además, a la luz de lo dicho, si el diputado Garzón defendía estos mismos planteamientos en las Asambleas del 15-M en las que no hace tanto participaba, y a las que debe, al menos en parte, su ascenso fulgurante dentro del partido de izquierdas.

Esto último nos lleva a una segunda reflexión, por su alcance quizá más profunda que la primera, conectada con la percepción que IU tiene de la realidad. Resulta curioso escuchar o leer declaraciones de muchas de sus caras más visibles, en las que hablan de un régimen político, el del 78, inmerso en un proceso irreversible de descomposición, herido de muerte por fenómenos como la corrupción generalizada o la creciente desafección ciudadana hacia sus instituciones, entre las que se encuentran los propios partidos políticos. Cuando lo hacen, parecen olvidar que la propia IU forma parte de ese entramado institucional que afirman querer transformar mediante un proceso constituyente. Y ese olvido podría servirles para explicarse algo que parece provocar sorpresa y frustración en el número 35 de la madrileña calle Olimpo: por qué esa masa creciente de desencanto no se traduce en apoyo mayoritario a sus propuestas.

Quizá buena parte de la ciudadanía no vea demasiada diferencia entre IU y los demás partidos del sistema, y por eso proyecta su indignación en otras direcciones. Quizá eso nos ayude a entender cómo toda una pléyade de nuevas iniciativas ciudadanas están consiguiendo, en tiempo récord, un número de apoyos y una presencia social que, en un contexto de no emergencia, serían impensables.

Ese mismo olvido podría también ayudarles a darse cuenta de que, si no cambian de estrategia, si de verdad no abren las puertas de su organización a la ciudadanía, si no abandonan el manido y deslucido traje decimonónico de partido político de masas (que, por otra parte, hace tiempo que dejó de serlo), si no dejan de obcecarse por tutelar y controlar de forma paternalista la eclosión de movimientos sociales críticos en España, jamás podrán ser más que un partido minoritario de izquierdas. Y para dejar de serlo, para sobrevivir a la crisis de sistema en la que nos vemos inmersos, han perdido recientemente una nueva oportunidad, al ignorar la crítica interna de Izquierda Abierta y la propuesta externa de Podemos en lo que a la elección de candidatos a las elecciones europeas se refiere.

Se vive cómodo en el papel de Pepito Grillo que sabe garantizado un porcentaje de las dádivas ofrecidas por el sistema. El problema vendrá cuando no queden sistema ni dádivas que repartir, y la miopía o los intereses hayan distorsionado la realidad hasta el extremo de dejarse arrastrar por ella.

(Los textos entrecomillados y en cursiva pertenecen al artículo publicado por Garzón en su web, y que se puede consultar íntegro pinchando aquí).

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