¿Qué precio se paga por este ascenso de la tecnología? El desmorone de lo colectivo y del sentido beneficioso de pertenencia grupal que lleva asociado.

Vivimos tiempos cargados de incertidumbre. Algunos lo notan más que otros o lo experimentan de un modo más o menos consciente. La única seguridad es la de que somos clientes, no solo en el supermercado sino en nuestras propias vidas, incluyendo la esfera de lo social. Ahora que está tan de moda el término, uno es un emprendedor de su propia vida: se trata de maximizar el tiempo, de minimizar daños (sufrimientos) o de gestionar las relaciones. En un mundo que promete y asegura (a través de la ciencia) que es posible mantenerse en un estado constante de felicidad, todos nos convertimos en una extraña mezcla de consumidores y empresarios.

Las antiguas certezas caen: tanto la religión como la propia noción de Estado. Su lugar es ocupado bien por nuevas formas de espiritualidad o por pensamientos totalitarios en ascenso. Y sobre todo por la ciencia en su vertiente tecnológica. Nadie se atrevería a poner en duda que un descubrimiento científico consista en algo positivo, y si se tiene que atajar algún problema, que la tecnología debería ser la primera opción. Nadie duda de que es mejor si el problema se soluciona antes y de forma más eficaz. La tecnología se afianza como la nueva religión, es la nueva ideología pero también es el nuevo cuerpo; no sería difícil comprobar la vivencia de los móviles y tablets que las personas que han nacido inmersas en estas tecnologías tienen de estos aparatos. Bien se les podría comparar con un brazo o una pierna. La tecnología, por tanto, arrolla, en el terreno de las ideas pero también en nuestro organismo.

¿Qué precio se paga por este ascenso de la tecnología? El desmorone de lo colectivo y del sentido beneficioso de pertenencia grupal que lleva asociado. La tecnología ayuda, sí, pero más bien a cada uno por separado, ayuda a competir mejor, a disfrutar más, a enfermar menos; a cambio, todo lo que tiene que ver con lo comunitario y con el sentido de la existencia queda obturado. Ciencia y capitalismo se unieron para ofrecer su pack de sentido existencial: estamos aquí para disfrutar, y además, en cuanto la ciencia lo permita, disfrutar eternamente.

Lo que el desarrollo tecnológico tapona entonces es la experiencia angustiante del encuentro con la muerte, una experiencia que todos nos querríamos ahorrar pero que sin embargo ofrece algunas ventajas. Una de ellas es dispensarnos una buena dosis de humildad, también de deseo, ya que cuando no hay tiempo para todo el hambre por hacer lo que tenemos que hacer aumenta. No me cuesta ningún trabajo catalogar a esta humildad de tecnología, una herramienta que de ser aplicada por la mayoría de nosotros pondría en marcha otros mecanismos sociales.

La tecnología que necesitamos tiene que venir de la ciencia, sobre todo de los estudios por combatir las enfermedades, y desde luego sus avances en otros ámbitos no son despreciables. Pero creo que en primer plano deberíamos ir planteándonos otro tipo de tecnología. El corazón lo llevamos puesto 24 horas al día y más nos valdría que fuese un poco más humilde. Un colectivo que se sabe vulnerable pero con la fortaleza de lo que queda por hacer puede volver a formar lo que se llama una comunidad. Pero una comunidad de verdad. Una comunidad no son un grupo de personas egoístas que de vez en cuando se juntan para mostrar que después de todo no perdieron totalmente la humanidad.

Una comunidad se crea y se vive como una ortopedia, un artificio tecnológico basado en el mejor de los avances (que siempre estuvo ahí), la humildad y la grandeza de sabernos humanos. Y es que nos necesitamos y, pese a quien le pese, eso no son malas noticias.

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