La segunda pandemia

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Una enfermera de la clínica San Camillo, en Brescia, en una imagen reciente. FOTO: Christian Penocchio
Una enfermera de la clínica San Camillo, en Brescia, en una imagen reciente. FOTO: Christian Penocchio

Una vez escuché a una mujer vieja decir que odiar era como tomar veneno para que se muriera otro. No aporta nada y solo nos pudre las tripas. Y estos días, leyendo a Isaac Rosa y su manual para el perfecto encabronado, he vuelto a recordar las palabras de aquella buena señora. El columnista se refería, en concreto, a suministrar normas para que aquellos que aún no hubieran logrado aborrecer a Fernando Simón, lo pudieran hacer son solvencia. Resultaba muy estimulante y casi hilarante su enumeración cómica de recomendaciones para adiestrar a una nueva y peligrosa raza: los haters u odiadores, para ser más castizos. Y es que esto de no poder salir de casa está haciéndonos brotar lo mejor y lo peor que todos llevamos dentro.

Hace emerger lo mejor porque tenemos la lagrimilla a flor de piel, nos enternecen las caras ancianas que vemos en los balcones cercanos, los abueletes que salen de la UCI, los niños que hacen dibujos con arcoíris y héroes con bata, las abuelas que cosen mascarillas… Y también nos saca lo peor: nos ofuscamos unas 325 veces al día, discutimos con el prójimo o la prójima porque no dejamos de cruzárnoslo por el pasillo… y se nos está enquistando el odio, que es mucho más letal en cincuenta metros cuadrados. 

El odio se ha hecho fuerte en nosotros y lo dejamos fluir a todas horas por las carreteras que nunca duermen, por las venas digitales. Es este uno de los momentos de mayor crispación en la Red y se nota en el odio que emerge como lo hace la punta de un iceberg sobre el nivel del mar. Hay más insultos que nunca, más quejas que nunca, más cerrazón que nunca. También hay más mentiras, más desinformación y más envalentonados. Abusos de todo tipo jaleados por incautos e impresentables. Perfiles falsos y otros que, precisamente por tener detrás a paisanos de carne y hueso, se emplean para denunciar conductas que no por incívicas e insolidarias dan derecho a convertirnos en la Gestapo del pajarito azul o del pulgar hacia arriba. Todo esto mientras fuera de las redes se libra otra batalla y mucho más real: la de la supervivencia física y social.

Podemos odiar vía tweet y vía post, podemos quejarnos y protestar —faltaría más—, podemos censurar las actuaciones reprobables, podemos expresarnos libremente porque mientras no gobiernen los del partido nostálgico y sus secuaces, el artículo 20 seguirá por encima de sus patrióticas ansias de mordaza. Podemos y debemos decir aquello que sentimos y que necesitamos sacar de dentro, pero tampoco nos haría daño poner algo de coto al odio. Quizás podríamos plantearnos que vivimos una situación excepcional, sin precedentes ni horizonte conocido, que cada día nos enfrenta a un nuevo reto, a nuevas necesidades, a nuevas trabas. Que siempre fue mucho más fácil criticar que actuar, y censurar que construir. Que podemos hacernos mucho daño odiando tanto y que la bilis que segregamos se convierte en un veneno que nos consume más aún cuando no podemos ni siquiera estirar las piernas por el parque. Además, puestos a odiar, mejor hacerlo bien. Mejor hagámoslo olvidando que aquellos a los que despellejamos también tienen familia, amigos y hasta puede que amor propio. Mucho mejor hacerlo obviando que existen hogares, familias y personas en situaciones muy distintas a la nuestra. Y sobre todo, olvidemos que la falta de sentido común es la segunda pandemia más peligrosa que nos asola. 

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