La revolución feminista de la abuela y su nieta

Raúl Solís

Periodista, europeísta, andalucista, de Mérida, con clase y el hijo de La Lola. Independiente, que no imparcial.

Margarita en la manifestación del 8M en Sevilla.
Margarita en la manifestación del 8M en Sevilla.

Desde este 8M, por mi mente recorre una imagen en bucle. No puedo dejar de ver a mi sobrina, con sus 21 añitos, en la manifestación feminista de Sevilla, con su pancarta, fabricada a mano con la ilusión de quien quiere cambiar el mundo y sabe que se puede. “Nos quitaron tanto que acabaron quitándonos el miedo. Hoy marchamos todas juntas”, escribió en una cartulina pintada junto con sus amigas. A 190 kms de Sevilla, en Mérida, reside mi madre, la abuela de mi sobrina, una mujer de 75 años que nunca jamás pensó que tendría una nieta que iría a la universidad a estudiar Economía, donde sólo iban los señoritos que pisaban los suelos a los que ella les sacaba brillo.

Suena el teléfono y es mi madre. “¿Dónde está la niña?”, me pregunta. “Lleva desde las 11 de la mañana en la calle manifestándose por los derechos de las mujeres, mama (sin tilde)”. Al otro lado se hace un silencio que es atronador. Tras el silencio, mi madre, poco dada a expresiones grandilocuentes, me espeta: “La joía, qué peleona nos ha salío. Déjala que pelee para que no dependa nunca de nadie”. Mi madre sabe que existe una palabra que se llama feminismo desde hace un año, a lo mucho, pero sabe qué es y para qué sirve.

Ahora el que se queda callado soy yo. No soy capaz de decirle a mi madre nada que mejore su sentencia. Mi madre fue sacada de la escuela a los 8 años y la pusieron a trabajar limpiando suelos de rodillas. A los veintipocos años se casó y dejó de trabajar por cuenta ajena, para al poco tiempo pasar a ‘ayudar’ a mi padre vendiendo las frutas, verduras y la leche de las vacas que salía de la huerta familiar donde mi familia se ha ganado el sustento muy honradamente.

Nunca jamás mi madre aprendió a leer. Uno de sus rituales era sentarme en la cama cada domingo para que le leyera el correo que llegaba a casa. Sentada en la cama, me iba dando las cartas y las que eran importantes las marcaba con una cruz, de diferentes colores según el tema.

Cuando unos de mis hermanos cayó enfermo, tenía que viajar al Hospital Ramón y Cajal de Madrid con él, siendo éste un niño de siete u ocho años. Sin ayuda, sola, se montaba en el metro, cogía autobuses que no sabía leer dónde iban y llegaba adonde tenía que llegar sin saber leer una sola señalización.

Una vez casada, mi madre no ha dejado un sólo día de limpiar, planchar, guisar, y vender las frutas, verduras y la leche de las vacas. También ha hecho muchas matanzas y ha hecho muchas cosas sin valor monetario pero que hubieran hecho imposible la vida de su estirpe.

Yo sé de buena tinta que mi madre hubiera sido más feliz de haber descubierto el feminismo, de haber podido ser libre, de no haber tenido necesidades y de haber podido elegir algo más que el nombre que le ha puesto a los seis hijos que parió. 

No me puedo quitar la imagen de mi sobrina durante el 8M porque en ella veo a la joven que a mi madre le hubiera gustado ser. Mi sobrina por sí sola explica la revolución que han protagonizado las mujeres en España en el último siglo.

Mi madre fue sacada de la escuela a los ocho años para acarrear cubos de agua y limpiar suelos ajenos de rodillas; condenándola al analfabetismo, a la explotación laboral y a que la sumisión, la desconfianza en ella misma y la percepción de que no vale para nada hayan marcado su existencia. 

Mi sobrina estudia tercero de Economía, planea irse este verano a Inglaterra a aprender idiomas, no contempla casarse aunque tiene casi la misma edad que tenía mi madre cuando ésta tuvo a su primera hija. Mi madre cree, porque se lo han repetido hasta la saciedad, que no vale para nada, que no es digna de admiración, que no ha hecho nada importante en su vida y que sólo tiene que sentir orgullo por los demás.

Mi sobrina ha salido a la calle con la memoria activada en su abuela y a gritar que no quiere depender de ningún hombre para ser feliz y de que su cuerpo, su sexualidad, su maternidad y su placer lo gestionará sólo ella y nada más que ella. 

Llamo a mi madre al día siguiente de la manifestación para contarle los cánticos de la niña, sus demandas y el mundo en el que cree y que ha defendido en la calle junto con sus amigas, hasta quedar afónica. “Ojalá yo tuviera ahora 20 años, anda que iba a aguantar tanto como he aguantao”, me cuenta mi madre por teléfono.

Yo sé lo que ha aguantado, lo que ha callado y que su vida habría sido otra de haber tenido más herramientas y de haber nacido en un país como el que sueña y por el que lucha su nieta, mi sobrina Margarita, quien también se manifiesta por todo lo que no le dejaron manifestarse a su abuela, a mi madre, a mi Lola.

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