La primera del 2020

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Momento en el que agarran a Borgoglio del brazo.
Momento en el que agarran a Borgoglio del brazo.

No ha hecho más que empezar el año y ya vamos de sorpresa en sorpresa. Casi no nos ha dado tiempo de dejar de saborear el puchero del uno de enero y ya andamos con la peluca en Marte —como dicen los centennials. Seguro que a estas alturas ya han podido ver el escalofriante documento gráfico en el que el papa reprende y golpea a una devota asiática. Es cierto que la buena señora tira de la mano de Bergoglio como si no hubiera un mañana y también parece estrecharla con estremecedora fuerza oriental. No obstante, el gesto del argentino y su mala uva parecen más propios de uno de los gauchos de las historias de navajeros que escribía Borges que de un Santo Padre. No he podido evitar acordarme de Juan Pablo II y de su visita a la cárcel para confesar al hombre que trató de matarlo de cuatro disparos. El papa entonces no solo estrechó la mano del reo sino que lo consoló y le obsequió con su perdón. De esto hace ya casi cuarenta años.

Curiosamente, ambos sucesos papales —el reciente de Bergoglio y el de Wojtyla en los ochenta— tuvieron el mismo escenario: la mítica plaza de San Pedro, en la Ciudad del Vaticano. Bendiciones urbi et orbe y hostias papales se reparten por igual ahora en la piazza de Bernini. También estuvieron ambos hechos protagonizados por un papa y un camicace suicida. En la tentativa de magnicidio de 1981 el arma elegida por el turco Alí Agca fue un revólver, en el apretón del santo miembro de 2020 fueron unas manos desnudas. Quizás por eso cueste tanto entender la reacción del jesuita. Será porque hasta ahora no le habíamos visto más que innovar, regalar campechanía y desenfado y caer bien. Pero en 2020, el líder de todos los católicos del mundo ha decidido revelarse al mundo con una faz despiadada. Los felices años veinte han llegado para quedarse en el espíritu del papa progre. Y es que a los 83 recién cumplidos, cuidar las formas está sobrevalorado, o más bien, ya no hace falta.

Cada vez estoy más convencida de que la crispación crece a pasos agigantados en nuestro tiempo. Estamos cada vez más encabronados y predispuestos a ladrar. Es como si tuviéramos encendido un siniestro piloto automático con licencia para lanzar insultos e increpar al prójimo con más o menos motivos. Si hace décadas era necesario un puñado de tiros para pillar en un renuncio al mismísimo papa, hoy en día una efusiva señora desarmada es más que suficiente para sacarlo de sus católicas casillas. Bien es verdad que con más de ochenta la osteoporosis acecha de lo lindo y que hasta es posible que el religioso tenga las articulaciones a la remanguillé, pero aun así yo les confieso que esperaba otro tipo de reacción: más un poner la otra mejilla que unos manotazos a la beata. En esto creo que comparto parecer con mi idolatrado Manuel Vicent, quien en sus columnas literarias tenía siempre al papa como enemigo acérrimo.

A lo mejor es el carácter latino o la llegada del año nuevo; el caso es que hasta los hombres más cercanos a Dios se rebelan en la década que comienza. Esto hace presagiar un tiempo en el que quizás seamos más agresivos pero puede que también más honestos. Eso sí, la primera del año para el papa ha sido en la frente y para su “agresora”, la primera ha sido en las manos. Bendiciones y hostias papales que sobrevuelan el 2020.

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