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No hay que exagerar, a veces un adiós vale más que mil mequedos. En la vida de cada uno hay presencias que sobran y ausencias imprescindibles.

Un verano tardío en Belgrado –cuando era la capital de la antigua Yugoeslavia-, tratando de encontrar el boulevard Ina, nos tropezamos con un jubilado ebanista francés que se llamaba Benoît. Él nos condujo amablemente a nuestro destino. Andaba como peregrino a Tierra Santa, sin prisas, como si la meta soñada fuese una mera excusa para disfrutar del camino. No era muy hablador –como buen vagabundo- pero mostraba media sonrisa entre precavida y acogedora. Esa noche compartimos la cena con este andariego. Me pareció un carpintero sabio y bueno al que la madera le había enseñado los entresijos de la vida. Unos meses después recibimos una tarjeta postal en la que nos mandaba saludos y besos, feliz por haber alcanzado su objetivo.

A Benoît, nunca lo volví a ver pero lo he recordado para mis adentros muchas veces a lo largo de mi vida. Y he mantenido con él largas conversaciones imaginarias (lo que no significan que hayan sido irreales) sobre cosas trascendentes y cosas banales. En todas ellas me ha seguido enseñando: un cierto desapego por el mundo, generosidad con los demás, incredulidad frente a los dogmas establecidos y admiración ante el misterio de las cosas sencillas. Viene esta anécdota al caso de pensar cómo una tarde, una sola tarde, con una persona imprevista y silenciosa puede ser más importante en tu vida que cientos de días con otras compañías altisonantes que pasan por tu vera sin dejar rastro.

Sé que las personas que han sufrido una pérdida importante en su vida entienden perfectamente el inestimable valor de la presencia de una ausencia. Sin embargo, es verdad que no siempre es así; a veces, una pérdida nos pesa como una losa y nos encadena con imaginarias esposas de hierro. Su recuerdo permanente no nos hace más libres sino más esclavos, aunque suene duro hablar así. Y revela más una condena que un agradecimiento. Una queja que un regalo.

Existen una etapas necesarias para afrontar correctamente un duelo y, en ocasiones, necesitamos ayuda externa sin la cual la pérdida (de una persona querida, de un trabajo, de una separación, de una grave enfermedad…) se asienta en el centro de nuestro yo impidiéndonos desenvolvernos en nuestra vida cotidiana con madurez y fortaleza, valga la redundancia. El primer paso –lógicamente- es querer poner las cosas en su sitio comenzando por acariciar la herida. Todo tiene su tiempo.

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