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A la princesita nadie puede acusarla de morena —tonalidad que parece vetada a la monarquía, dicho sea de paso— y no por ello renuncia a un inglés perfecto, a la lectura de los grandes clásicos y al cine nipón de culto.

Hace unos meses ya. Nada hacía presagiar que la noche duraría tanto. Cuando los teléfonos de una asesora de prensa suenan tanto tras ponerse el sol, no es buena cosa. Aquella tarde de sábado no se hicieron esperar las reacciones en los mentideros digitales de lo social. Tan pronto como aquellas palabras salieron de la boca de su rubia, ella supo que tendría mucho trabajo. Ella, Marisa González, la directora de comunicación de la comunidad de Madrid, lo comprendió enseguida. Era su trabajo. Entre sus atribuciones está prever, controlar, construir y calibrar los daños de cada término, de cada comentario, de cada intervención de su jefa: la presidenta Cristina Cifuentes. Por lo visto, también son amigas, inseparables y cocreadoras del leit motiv de cabecera “sin tacón, no hay reunión”. Marisa no es rubia. Cristina, sí. Y además, al parecer, se lo hace con frecuencia.

Jordi Gutiérrez es catalán. Licenciado en Ciencias de la Información por la Autónoma de Barcelona y con una trayectoria de cuarenta años entre medios impresos, audiovisuales y gabinetes de prensa. Un tiburón en lo suyo. Desde 2014 dirige la comunicación de la Casa del Rey. Aquella noche —hace ahora tan solo un puñado de días— durmió mal. Fue consciente de que se avecinaba una batería de mofas de marca mayor hacia su princesa. Hacia su producto. La portada de una revista nos traía las preferencias culturales de la real retoña. Once añitos la contemplan mientras ella, según parece, contempla embelesada el cine de Akira Kurosawa. De manera que Los siete samuráis, Rashōmon o Dersu Uzala forman parte del imaginario audiovisual recurrente de la muchacha. Ni videoclips de Justin Bieber, ni la adaptación al séptimo arte de las novelas para adolescentes de Federico Moccia, ni tan siquiera el ínclito Bob Esponja y sus peripecias marinas… Kurosawa.

Lo que para Cristina Cifuentes es “hacerse la rubia” y le permite convertir en más productivas sus reuniones con machos alfa, a Leonor le debe sonar a chino. O a japonés. A la princesita nadie puede acusarla de morena —tonalidad que parece vetada a la monarquía, dicho sea de paso— y no por ello renuncia a un inglés perfecto, a la lectura de los grandes clásicos y al cine nipón de culto. La borbona parece decidida a desmontar con el fulgor soleado de sus cabellos la teoría capilar de la presidenta autonómica. Pero Jordi Gutiérrez sufre. Le preocupa cada vez más haberse pasado de rosca. Kurosawa para la infancia quizá sea demasiado, por muy rubia y muy princesa que una sea. Su mente es un hervidero de preguntas sin respuesta: ¿Por qué no bajé un poco el pistón?, ¿Por qué no busqué algo más realista?, ¿Por qué hace tanto tiempo que no tengo once años? Quizás ciertos hábitos repelentes provoquen más miedo, desconfianza y rechazo que otra cosa. Sobre todo desde la atalaya de un palacio o desde la portada de Tiempo. Sí, Jordi Gutiérrez duerme mal.

Marisa González también pasó buena parte de su noche en vela. Su cabeza bullía intentando pergeñar un plan de crisis. Cuando Cifuentes dejó caer que había feministas que sí se pintaban los labios y que su lucha era anacrónica por tenerlo ya todo conseguido —¿qué más querrán esas condenadas pájaras peludas?—, ella lo vio claro: aquello no tenía solución. El discurso se precipitaba al abismo como el suicida al asfalto. A partir de entonces, la callada por respuesta. Un buen asesor debe saber cuándo aconsejar el silencio: cuando nada peor puede decirse. Ni siquiera haciéndose la rubia.

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