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Fusilaron a su marido durante los primeros días de la guerra. Voces de perros y ladridos de soldados se enfrentaron de madrugada en aquel descampado de crónico invierno desde entonces. Vencieron las bestias y una patada de hierro fundido en la puerta de la choza estuvo a punto de echarla abajo. La Parca no tiene sólo un rostro como tampoco una única garganta. Aquella masa oscura de hombres sin cabeza tiró la cena al suelo del chozo y derramó, a base de empujones y truenos, las cuatro vidas que allí habitaban. Ni siquiera se gritó un nombre..., tampoco hubo preguntas. Un puñetazo sucio bastó para que el pacífico silencio del campo -el que sólo se atreven a quebrantar los grillos y la muerte de alguna alimaña- se fuese para siempre de aquel triste día de noche infinita; un puñetazo para él y dos guantazos feos de hombre-perro para ella.

A los pocos segundos aparecieron de la nada el rugido y las sombras de un camión que había estado oculto, durante el asalto, tras la loma de Los Perdidos.

Los gritos dieron pasos a otros gritos -esta vez sordos- y a esos abrazos secos donde los derrotados se hacen un único amasijo de carne para compartir el dolor en pedazos iguales, indisolubles y eternos; los galgos vencidos lloraron a su dueño y el dueño -a pocos kilómetros de allí y a años luz de su propia existencia- lloró la pérdida de su casa bajo un metro de tierra sin dueño; los jilgueros enjaulados cantaron a la noche de las noches bajo los trapos blancos. Se hizo negro para siempre.

El sol tardó en salir..., avergonzado; los animales enterraron sus patas y clavaron sus cabezas en los charcos..., amarrándose a la vida que les restaba; sus hijos dejaron a las pocas horas de llorar de pena..., sólo lo hicieron de miedo durante los años del hambre.

Ella no pudo. No llorar o morir eran las dos únicas cartas que tenía la nueva baraja española. Eligió la sota de bastos al casarse con otro hombre unos años más tarde. Lo hizo por la vida de sus hijos y un plato de comida. Tal vez tuvo un golpe de suerte -que lo dudo- y también pudo hacerlo con los restos del amor robado. Nadie lo supo ni lo sabrá. Lo que se sabe es que ella a los pocos años de estar casada y tener tres hijos más -entre ellos a mi padre- tuvo la valentía de abandonarlo..., en aquellos años donde el hombre dictaba las leyes a su antojo.

No sé si dije que se casó de blanco roto -poco importa- y en la misma iglesia del pueblo que la dejó caer una noche de invierno; se casó de un blanco muy roto para morir mucho tiempo después con el luto terroso que se echó a la piel desde que supo la muerte de aquel marido, mi abuelo, que tuvo abandonar; ese arcilloso luto que me recuerda el color de la tierra donde moran los vencidos.

(Dedicado a aquellas mujeres que no tuvieron Día de la Mujer. Dedicado a mi abuela Antonia).

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