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Los seres humanos contamos tantas trolas que parece casi imposible renunciar a ellas en una narración que se precie.

La Historia está llena de grandes mentiras. Tantas o más quizá que personas en este mundo. Algunos dirán incluso que está hecha de grandes mentiras, de embustes de distinto color y distinto signo pero que suponen, en cualquier caso, una treta con la que afrontar mejor un escenario adverso. Los seres humanos contamos tantas trolas que parece casi imposible renunciar a ellas en una narración que se precie. La épica nos pone y pocos están dispuestos a permitir que la vulgar realidad —ojerosa y demacrada como el amanecer de una noche canalla— les estropee un relato jugoso. Reconozco que tengo favoritas en esto de las grandes falacias. Una de las imprescindibles es sin duda aquella con la que los griegos consiguieron doblegar a los troyanos en plena guerra. El archiconocido caballo de Troya era un enorme artilugio con forma de equino de madera que fue usado al parecer por los helénicos como estrategia para introducirse a traición en la ciudad fortificada de Troya y vencer así desde dentro al enemigo. La mítica Odisea de Homero constituye la primera fuente documental de esta treta histórica que, hemos de asumirlo, ha tenido sus réplicas.

Muchos son los ejemplos para la reflexión entre ficciones y mitos recurrentes. El propio Borges tituló una de sus obras Historia Universal de la Infamia. Por algo sería. Sin ir más lejos, Cleopatra, la reina egipcia más famosa de la historia, descendía en realidad de familia griega y estaba muy lejos, por lo visto, de la belleza idealizada con la que Elizabeth Taylor la inmortalizó. Los vikingos nunca llevaron cascos con cuernos, más allá de en su feroz representación pictórica y literaria. Ub Wickers fue el dibujante de Mickey Mouse y no Walt Disney. Sherlock Holmes jamás pronunció en las novelas de Conan Doyle la frase “elemental, querido Watson”; eso se lo debemos al cine. Si hasta la guerra de los cien años duró en realidad más de 115… está visto que resulta difícil confiar en el relato.

Aunque Napoleón no fuera realmente tan bajito o la buena de Cleopatra destacara más por su inteligencia que por su carita de ángel, poco importa a estas alturas. Especialmente cuando la mayor mentira de la historia ha estado delante de nuestras narices todo este tiempo y seguimos sin hacerle caso, confiados en su veracidad. El día que comulgamos con el mito de la superwoman de carne y hueso, ese día, sucumbimos a la treta más efectiva jamás perpetrada. No hay más que contemplar cualquier anuncio de complementos vitamínicos o de cremas “rejuvenecedoras” para darnos cuenta. Esas mujeres “maduras” —de 25 que fingen haber sobrepasado los 40—, perfectamente ataviadas y peinadas, con estilo sencillo a la par que elegante y la casa tan pulcra y brillante como sus niños, son además profesionales liberales que sobresalen en su ámbito laboral. Además de esto, son madres abnegadas, directoras de marketing, amantes del fitness y de la comida sana, partenaires de cama lujuriosas que no han perdido la pasión y lectoras empedernidas. Y todo esto sin una sola arruga, ni canas, ni pelos donde no debe haberlos, ni michelines. Simplemente, ellas pueden. Pueden hacerlo todo y más. Sin una gota de sudor ni resquicio humano alguno. Siempre con una sonrisa y un par de críos muy rubios. De manera que si usted, pobre mortal, no es capaz de ascender al olimpo profesional a la par que disfrutar de sus maternidades, conservar la talla 36, ir al gimnasio a diario, hacer que su casa funcione —y brille— y no perder la sonrisa, es porque no se organiza adecuadamente. No puedo evitar preguntarme cuándo abrimos la puerta y dejamos entrar en nuestras vidas con todo su arsenal a la mula de Troya.

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