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La muerte tiene su público..., más fiel incluso que aquellos seguidores a los cuernos y chismes de barrio o a esas fotos típicas de pies desnudos -con juanetes y uñas pintadas a la francesa- desde una abarrotada playa del Palmar..., y es así porque la ruina ajena consuela y enmascara nuestros propios desastres.

Que se muere el primo segundo de nuestro tito político..., allá vamos a inundarle su perfil personal con lastimosas frases hechas cuando, transcurridos sólo tres minutos de nuevas publicaciones colgadas en nuestro muro de facebook, ya otorgamos un “Me gusta” cobero al hecho de que el gato de nuestra vecina, a la que apenas vemos en el ascensor, haya logrado subirse encima de la nevera sin haberse partido la crisma y haber perdido, de esta forma, una de sus vidas siempre futuras...

Y tras el gusto a la muerte -recuerden que siempre ajena y lejana- viene la búsqueda incansable de la mierda y el mal gusto. De este modo, el mundo -que apenas se pregunta el porqué- se inunda de blogueros que insultan y cargan indiscriminadamente contra personas, artistas o ideas; se pone de moda el artistucho chabacano que se beneficia a una Kawasaki de seiscientos sobre un escenario de teatro o elevamos a la cúspide de los logros y heroicidades a esa media foto trucada de Samsung..., a la que otorgamos -sin reparo alguno- el valor de mil grandes palabras.

Atrás y en el olvido se van quedando la reflexión de cuarto canalla y oscuro, aquella foto de un negativo y varias esperanzas o, entre otras cosas, los trazos limpios y seguros del pintor que empieza a vislumbrar que se ha equivocado de siglo...

Y quedan atrás porque ahora, en estos años del qué dirán y del qué conviene que diga, se imponen las dudosas leyendas nacidas a base de reproducción compulsiva y golpe de cadera; le damos trato de usted al Don Nadie con el don del abuso de la palabra; nos entregamos al estado del Sentimiento de Clic, basado en lágrimas Sniff y risas hepáticas, que deja de existir cuando nos apagamos con nuestro ordenador.

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