Si la monarquía marroquí se caracteriza por algo, es por la constante búsqueda de su razón de ser y su posterior conversión en lenguaje entendible para los demás súbditos. Por ello, desde su fundación, hace siglos, siempre se ha apoyado en una serie de pilares en los que lo islámico como fuente de legitimación gozaba de importancia descomunal.
De ahí su énfasis en refugiarse en elementos ligados a la religión musulmana, como las propias bases de su coronación mediante al-Baya, que convierte la obediencia al monarca en una obligación religiosa; abogar para que la familia real sea considerada de los Ashraf (descendientes del profeta) con el propósito de ser aceptados como herederos legítimos de los califas; o que el rey es, aparte de monarca, Amir al-Muminin (Comendador de los Creyentes), con presencia habitual en los rezos del Eid y los rituales del sacrificio, envuelto en túnica blanca y tarbush (sombrero rojo musulmán), vestimenta propia de los ulemas y notables religiosos marroquíes.
Con el mismo fin, es decir, tirar del islam para mejorar su ratio de popularidad, Hasan II y, posteriormente, Mohamed VI, a nivel internacional, no escatimaron esfuerzos para mantener el cargo de presidente del Comité al-Quds, un órgano nacido en el seno de la Organización para la Cooperación Islámica, para defender la causa palestina desde una perspectiva de países de mayoría musulmana.
No obstante, durante los últimos años del reinado de Mohamed VI, por su propia conducta e inclinaciones, los pilares de legitimación, sobre todo aquellos inspirados en la religión, fueron seriamente dañados. El propio monarca y sus príncipes fueron los encargados de dinamitar aquella imagen mítica que tenían los marroquíes de sus reyes. A modo de ejemplo, las interminables vacaciones de Mohamed VI en destinos exóticos y sus apariencias en playas caribeñas, o posando junto con artistas en zonas de ocio nocturno, no coinciden con las formas de ser de un Amir al-Muminin.
Por otra parte, a nivel de política exterior se cayó la máscara al destaparse, por medios israelíes ligados a la comunidad de inteligencia, que Marruecos estaba dispuesto a reconocer el llamado Acuerdo del Siglo y oficializar sus relaciones con el Estado sionista a cambio de que la administración estadounidense adoptase sus tesis sobre el conflicto del Sahara Occidental. Una información que puso la Monarquía en apuros: Por un lado, la furia de amplias capas de la sociedad marroquí, enormemente desfavorecida e históricamente adscrita a partidos y organizaciones islámicas, con extraordinaria capacidad de convocar protestas, y, por el otro, lo que ve el régimen como oportunidad perdida, que hubiera inclinado la balanza a su favor respecto a la cuestión saharaui, cuyo precio interno hubiera sido, no obstante, el desencadenamiento de una oleada de protestas sin precedentes en Marruecos.
El segundo pilar de legitimación está estrechamente ligado al denominado Proyecto del Gran Marruecos, especialmente la anexión del territorio del Sahara Occidental. La institución monárquica, en este sentido, se presenta como el único actor capaz de conseguir imponer la soberanía de Marruecos sobre el Sahara. Su fracaso en el aludido objetivo supone graves problemas de legitimidad. Es de subrayar que la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), desde su fundación, hace casi cinco décadas, no ha hecho nada más que crecer, tanto a nivel orgánico, militar, diplomático, así como la diversificación de frentes de batalla contra Marruecos, hasta el punto de abarcar el control por los recursos naturales, la protección de los DDHH de los saharauis en las Zonas Ocupadas, etcétera.
El propio pueblo marroquí, a pesar de la narrativa ultranacionalista de su monarquía, ya no ve viable el descomunal gasto que hace su monarquía para mantener la ocupación del territorio sin logros tangibles, a pesar de las cuantiosas cantidades de dinero transferido a los lobbys afincados en las grandes capitales de la decisión mundial (Nueva York, DC, Bruselas, Ginebra, etcétera). Un dinero que hubieran mejorado la maltrecha economía doméstica o al casi inexistente sistema de salud pública, entre otros sectores.
Para resolver los problemas internos y buscar recuperar la cohesión nacional, Mohamed VI decide seguir los pasos del viejo nacionalismo marroquí y crea un tenso ambiente en el vecindario. Lo quiso hacer mediante la apertura de consulados honoríficos de ciertos países (Gabón, Gambia y Comoras), conocidos por ser deficiente situación económica que les ha impedido a pagar sus cuotas a NNUU y UA; la celebración del Torneo Fútbol Sala en la ciudad ocupada del Aaiún, gracias a la colaboración del presidente de la Confederación Africana de Fútbol (CAF), Ahmed Ahmed, investigado por corrupción como desveló recientemente una investigación de la BBC; y, por último, la tramitación en las dos cámaras legislativas del proyecto de ley que delimita sus fronteras marítimas, y que no solo incluye las aguas del Sahara Occidental, sino que se solapa con el territorio canario.
En suma, cada vez que se tensa la situación interna por el fracaso del Estado en el suministro de los derechos básicos a sus ciudadanos, el régimen monárquico recurre a sus fronteras elásticas para crear un nosotros (el pueblo marroquí) frente al otro que suele ser la RASD y Argelia, para desactivar las eminentes revueltas populares. En fin, las últimas decisiones de Mohamed VI son un patente indicador de su necesidad de reinventar su legitimidad frente a los suyos.
Abdo Taleb Omar, doctorando en Políticas.
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