La mejor serie es un buen libro

Raúl Solís

Periodista, europeísta, andalucista, de Mérida, con clase y el hijo de La Lola. Independiente, que no imparcial.

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De un tiempo a esta parte, con las plataformas digitales a todo trapo, se han puesto de moda las series. Las hay de todas las temáticas, de mejor o mayor calidad, pero abundan las de ficción y ligeritas de pensamiento crítico. Una serie que cuestione a las bravas el sistema económico que padecemos, por ejemplo, nunca será emitida en una plataforma digital participada por los grupos de inversión y bancos que se hacen de oro con el empobrecimiento y la desigualdad que produce este sistema sádico que se ha propuesto destruir a las clases populares mientras las entretiene. 

Las series, al contrario que los libros, no han de ser buscadas ni merecen un sobreesfuerzo para encontrarlas. Están ahí, esperándote, con estímulos que van directos al sistema nervioso y emocional para engancharte y desactivar la razón. En el pensamiento hegemónico, las series son útiles, mientras que los libros cada día resultan más inútiles. Los políticos antes hablaban de libros, ahora sus referencias son las series mainstream. Quién se va a leer un libro sobre la Sevilla de siglo XVI pudiendo ver 'La peste' que, siendo un gran producción con rigor histórico, nunca puede profundizar ni contextualizar como lo hace, por ejemplo, el libro ‘La ciudad del Quinientos’ de Francisco Morales Padrón en el que relata cómo era la Sevilla capital del mundo contemporánea al tiempo histórico en el que transcurre 'La peste'.

Para qué leerse, no sé, por ejemplo, ‘Tres muertos’ de Manuel Machuca para conocer cómo ha sido la vida de nuestras abuelas y madres, si es que se le puede llamar vida a la imputación del deseo y de la libertad, pudiendo flipar con alguna de las llamadas distopías que emiten las plataformas digitales que producen series como quien fríe churros. 

Para qué nos vamos a leer ‘El voto femenino y yo: mi pecado mortal’ de Clara Campoamor pudiendo reducir su pensamiento a una serie de ocho capítulos. O para qué vamos a leernos ‘Las voces de Chernóbil’ pudiendo saciar nuestra voracidad de imágenes, ruido y efectos especiales con la serie 'Chernóbil'. Muchos dirán que lo ideal es hacer las dos cosas, pero la realidad es que ni tenemos tiempos para hacerlo todo y que la deriva es discriminar aquello que nos lleva más tiempo y esfuerzo.

Al final, a este ritmo, sólo vamos a leer los libros de autoayuda, de filosofía de azucarillo, que inundan las estatenterías de superventas de las librerías o las páginas llenas de errores de la Wikipedia. La distopía será que tendremos ciudades sin librerías, sin libros, sin libreros y sin libreras, sin espacios culturales donde saciar la curiosidad, encontrar la paz, el sosiego y la calma que aporta un rato generoso de lectura. Leer no sólo es un ejercicio intelectual, de ocio y entretenimiento, es también un ejercicio espiritual que apaga el ruido que nos ensordece interiormente, nos pone en modo avión, aporta el silencio que necesitamos para soportar el exceso de ruido que hay fuera de los libros y nos conecta con nuestro interior. A más tiempo de lectura, menos tiempo de psicólogos. 

Claro que hay que ver series, Sálvame y los documentales de Las 2, el problema es que es que hay una generación que ya no sabe qué es acudir a una librería a preguntarle a la librera si tiene una novela o un ensayo para el momento vital en el que se encuentra. El libro está empezando a verse como algo inútil, como un reducto del pasado: “Sí, hombre, pudiendo verme una serie me voy a leer un libro”, dicen ya muchos jóvenes y no tan jóvenes. La gente se llevaría las manos a la cabeza si supiera que hay diputados, profesores de instituto y universidad, grandes ejecutivos, ministros y presidentes que no leen, salvo los documentos que sus asesores le ponen cada mañana encima de la mesa. Poco se dice que la baja calidad del debate político se debe en buena parte a que muchos de nuestros políticos no tienen pensamiento e intelectualmente se nutren del argumentario del partido, que les llega al móvil todos los días antes de salir de casa montados en el coche oficial.

Unos de los grandes logros del neoliberalismo, que es sobre todo un sistema cultural, ha sido desvincular el hecho de aprender de la diversión. El utilitario capitalismo no concibe que algo que te enseñe pueda ser divertido, de la misma manera que no tolera que algo que no sirva para el negocio pueda ser útil para la humanidad. Así, ya sólo se investiga científicamente aquello que es rentable, sólo se enseña en las escuelas aquellos que es útil para las empresas y las grandes editoriales publican grandes lanzamientos de libros para ser vistos y no para ser leídos. La Filosofía molesta en las escuelas porque desvincula la lógica capitalista de aprender sólo para ganar.

Leer es un acto que se desarrolla en soledad, que afirma la individualidad y que fomenta a su vez el sentimiento colectivo del que se alimentan las sociedades con futuro. En mi casa no había libros y eso significaba que mi padre y mi madre fueron víctimas de la ignorancia, de la tiranía y de la barbarie de la que se alimentan quienes están interesados en que sus gobernados sean súbditos y no ciudadanos. Hay que leer aunque sólo sea porque los libros son un seguro de vida para la democracia y una venganza contra quienes nos quieren analfabetos y seres manipulables.

En medio de esta ola que produce series por encima de nuestras posibilidades, al menos de las mías, no estaría de más que recuperemos el libro y apaguemos un poco las grandes plataformas digitales que nos ponen delante del televisor, de nuestro ordenador o de nuestro teléfono móvil aquello que quieren que veamos y no aquello que necesitamos ver. Los libros, desde su espíritu no invasivo y su vocación emancipadora, a pesar de que no sean sexys, de que sean inútiles para la cultura del pelotazo y del pensamiento rápido, fueron, son y serán siempre la mejor serie jamás emitida.

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