Me gusta navegar con la mirada por los largos trechos de la poesía. Cuestión de chispa. Inspiración desinteresada.

No sé imaginan cómo es la vida.

Ese cuello rodeado de tanto mar, al que algunos también denominan océano.

¿Me refiero con ello a la vida? ¿Tal vez al cuello que menos adivinan?

Es una simple cuestión de nostalgia. La cual ahora aprovecho a aligerar ahora que la luz se funde con los campos al otro lado de la ventana.

Las luces son soberbias, por cierto. Como enormes candelabros de luz arraigándose en las redoladas. Luces que huelen. Luces que se meten entre los oprobiosos matices de mi hocico.

Y lo del cuello y su respectivo mar, es algo que se me ocurrió en este preciso instante.

Bostezaba y no tenía hambre. El fuego me patinaba los pelos. José Ramón roncaba al lado mío. Alargado en una mecedora sombría. Tiene cara de rejoneador hambriento cuando echa la siesta

Le miré y pensé en los años que acumulamos juntos, el uno junto al otro, como una gota de lluvia dividida en los extremos del mismo bigote.

Por lo visto, mis años corren más que los de José Ramón, en razón de seis a uno. Por goleada. Así coloquialmente se refieren sus compañeros de la sección de Deportes en la radio.

Pero cómo ronca el tío, muy a pesar de mi somnolencia. No sé si se tragó la Vespino.

Menudo letargo. En fiestas de guardar y fines de semana.

Con este desorden, es normal que me salga la imaginación con la presteza del primer tranvía.

Pues allá por donde me miren, soy un canelo cuya fama trasciende los campos de alfalfa. Esos a los que José Ramón me lleva algunas mañanas, o mejor dicho yo le obligo a ir a ellos, ahora que duermen recién cortados y para colmo, están colmados de bolos blancos que las encintadoras han dejado prestos para el buen desempeño del ganado.

Me gusta navegar con la mirada por los largos trechos de la poesía. Cuestión de chipa. Inspiración desinteresada. De repente enciendo la llama y me fijo en el primer objeto y altero el orden del significante.

Pudo ser la chimenea, que arde con valor y siniestro coraje. O la escopeta colgada de su aldabilla.

Le tocó al roncador para mayor exactitud.

Que le cambie de orden a su doble nombre no es que tenga gracia. Que le compare con un galgo tampoco, ya que no le da nunca por perseguir conejos.

Eso que él me registró en la partida de nacimiento como Cuco. Por lo callado y tal. ¡Albricias! Me quedé con Cuco y sin apellido alguno. Ahí supe. Él se apellida Marcuello. Que no es lo mismo que cuello de mar. Este retruécano fue premeditado y espontaneo.

Cuello de mar que ronca.

Antes de dormirse el muy entendido me conversaba. “Oye Cuco. Tú y yo tenemos dos hemisferios opuestos divididos por el antes y después de las comidas”. Y qué le iba a responder yo, si solo tengo lengua para expresar regocijo. “Son momentos de índole sagrada. El primero para oler los alfalces, y el otro para echar la siesta”.

Oler los alfalces. Como esta misma mañana, en los que aún retumbaban las gotas de una profunda tormenta en la madrugada. El campo a donde fuimos era un vecindario de ellas. Gotas en los tallos. Gotas sobre los plásticos herméticos de los bolos. Gotas incluso sobre un buen ramillete de flores que surtían el baldío vecino.

Flores bien llamativas. De tonalidad purpúrea. Tan bien presentes que quise hincarlas el diente, para ver a qué sabían semejantes contertulias de la alfalfa. Pero no pasé del olor, porque José Ramón me advirtió. “Cuco, ven para acá, esas te van a quitar las ganas de comer y de merendar”.

Yo que le miré con cara de arcano sorprendido. Como preguntando por qué. Flores tan bellas y distintas con la lluvia encaramada sobre ellas. El cuello de mar que debió entender.

“Son merenderas, Cuco. O mataborregos”. Flores tan poco amigas del estómago como una suegra despechada. “Mira, ven acá”.

Yo le seguí. José Ramón cortó una y me la puso enfrente de los ojos.

“Verás, Cuco. Estas flores se llaman quitameriendas. ¿Sabes? Las llamamos así porque empiezan a florecer cuando acortan los días en otoño y anochece antes de que meriendes al pie de la chimenea”.

“Son bellas. ¿Verdad? Parecen estrellas de siete puntas. Y ahora con la alargada lluvia de anoche parecen un fresco de Goya. Nada de comértelas, ¿me oíste? Te entraría una diarrea de espanto”.

Dicho esto, el cuello de mar arrojó bien lejos aquella quitameriendas. Algunas gotas de expandieron por el aire, libres de la gravedad de aquella estrella.

Me quedé estupefacto. No sabía yo eso de las merenderas. Que no se comen. Aunque la lluvia deje flores distintas.

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