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¿Por qué nos peleamos tanto? ¿Se han parado a pensarlo alguna vez? Seguro que sí. Aunque también con total seguridad no hayan sido capaces de dar con la respuesta. Tampoco yo. 

¿Por qué nos peleamos tanto? ¿Se han parado a pensarlo alguna vez? Seguro que sí. Aunque también con total seguridad no hayan sido capaces de dar con la respuesta. Tampoco yo. Decía el bueno del filósofo Ortega que los españoles en lugar se sentarnos a debatir, montamos una guerra civil. Y tenía razón. Cuesta tanto ponerse de acuerdo que parece preferible ir armados de rencor hasta las cejas y aprovisionarnos bien de metralla en forma de improperios hasta no saber ni contra quién disparamos. Cuesta bastante más si la cosa se convierte en una pugna de egos sin cuartel, en una lucha perpetua a ver quién la tiene más grande —la razón, se entiende—, en una sucesión de ofensas donde ya nadie recuerda por qué ni cómo comenzó la reyerta. Pero no es exclusivo de nuestra patria, no es cosa de clanes por mucho que lo pregone el telediario. La totalidad de los grupos humanos se define por el conflicto, por la controversia, por la fricción. Allí donde hay más de uno, prender la cerilla es solo cuestión de tiempo. Unos pocos segundos pueden bastar para encender la mecha si falta el menos común de los sentidos —y mira que es huidizo el condenado— o si estorba el orgullo engendrado a fuego en las vísceras más inútiles. Y la liamos.

El cobijo de la tecla facilita hoy la agresión anónima. Cuando no es preciso dar la cara, el enfrentamiento aumenta, se potencia, se yergue cual gigante amorfo y peludo de ficción japonesa. No temer las consecuencias nos pone a cien y multiplica por lo visto nuestras ganas de yesca, haciendo posible que la indignación cese tan pronto como bajamos la tapa del portátil o el móvil nos abandona —es él y no uno quien toma esa decisión—, carente ya de munición y de batería. Ese cesar la batalla con solo desconectar el dispositivo es la panacea que andábamos buscando. Su efecto se asemeja a la adrenalina desbordante que nos recorre de pies a cabeza cuando, en medio de la discusión, es uno quien da el portazo y deja el reproche del otro a medias, brotando apenas de los labios, con la saliva y la furia. Menuda gozada.

Entre enfado y enfado, siempre es buena idea acudir a la sabiduría popular para interpretar el mundo. Si está extendido el precepto de que los humanos nos peleamos por nuestras diferencias, también solemos justificar los conflictos por la similitud de carácter. Es este un clásico hit de los encontronazos entre madres e hijas. Entonces, ¿discutimos por nuestra cercanía al otro? ¿Porque el otro está demasiado lejos? ¿Porque necesitamos encontrar en el otro una prolongación del propio ser y nos frustra que no sea así? ¿Por todo a la vez? ¿Por nada? No es fácil establecer un patrón, sobre todo cuando afloran en nuestro cerebro una serie de reacciones y rutinas que se disparan y degradan progresivamente la convivencia. Son como los radicales libres que ocasionan daños minúsculos pero acumulativos en nuestro carnal envoltorio. Esa oxidación física por el entorno es comparable al dolor moral que ocasionan las agresiones en forma de reproches. Y la liamos.

Está claro que las susceptibilidades aumentan a medida que encontramos más satisfechas nuestras necesidades básicas o a medida que atravesamos problemas cruciales que nos subyugan y alteran nuestro ánimo general. Todo influye. La química, la emotividad, la falta de autocontrol, la lluvia en la parada del autobús, la mirada fría del vecino, la falta de saludo del cartero, un gesto del amado que debió llegar, que llegó pero no como debía, que llegó como debía pero no cuando debía, y así hasta el infinito. Si se calcula que a lo largo de la vida pasamos unos veintitrés años durmiendo y solo un centenar de días haciendo el amor, ¿no creen que es excesivo que el resto nos lo pasemos enfadados? Es posible que consideren que es una estimación exagerada, sobre todo si tenemos en cuenta que también dedicamos casi un año a trámites burocráticos. Entonces, cuando el funcionario de turno nos increpa porque ha terminado su jornada, levantamos despacio la vista del formulario… y sí, amigos míos, la volvemos a liar.

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