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No me sorprende la adhesión entusiasta de los Rajoy, los Zoidos y demás ralea que pulula y nos castiga desde el Gobierno. Ni tampoco la de otros sectores de la más rancia derecha social, religiosa o económica. Para ellos los derechos humanos no son ni un código de conducta ni siquiera un camino que seguir. La derecha está al lado opuesto del corazón. Son los defensores acérrimos del orden vigente, opuestos a todo cambio social.

Para ellos, para esta gente, no hay contradicción alguna en proclamarse defensores de los derechos humanos al tiempo que, sin inmutarse, condenan a millones de personas a la miseria, favorecen que algunos se enriquezcan indecentemente, viven en el lodazal de la corrupción que es para ellos un sistema tan legítimo como la propia democracia y no les tiembla el pulso al provocar de forma directa la muerte de miles de personas en el Mediterráneo.

Directamente da náusea escucharlos hablar de humanidad y derechos en el mismo discurso en el que secuestran la democracia y la justicia. La derecha en general -admitamos que no toda y no en todos los momentos- ha tendido a usar los derechos humanos de forma utilitarista e instrumental a sus intereses más pedestres.

Ya digo no me sorprende. Sí resulta más sorprendente en cambio cierto relativismo en la que a veces se sitúan algunas personas de la izquierda en relación con los derechos humanos. Aunque sea de forma algo provocadora, me parece un ejercicio saludable realizar una reflexión crítica sobre nuestros propios fundamentos para el cambio social y, por tanto y de alguna forma, sobre la relación de la izquierda con los derechos humanos.

Digamos de entrada que esa parte de la izquierda a la que me refiero -no toda la izquierda no en todos los momentos- se ha relacionado de forma ambivalente con los derechos humanos. Para esa izquierda, al fin y al cabo, los derechos humanos eran un dispositivo liberal-occidental-colonial que servía a la postre para alienar tras la igualdad formal las desigualdades reales originadas por el capitalismo.

Este esquematismo hizo furor en un determinado momento en alguna de las izquierdas a las que me refiero y dejó un poso de cultura cuestionadora del sistema de los derechos humanos o de algunas de las características que le son inherentes y sin las cuales no tienen ningún sentido.

Aquel esquematismo tuvo, como digo, efectos no poco perversos que todavía aparecen aquí y allá esporádicamente.

Uno de ellos ha sido el cuestionamiento pleno de la democracia. Viene de lejos. Para Robespierre o para Lenin era necesaria una dictadura (con el apellido que se quiera) para sanear la sociedad y luego -cuando tocara- llegaría la verdadera democracia. De lo que se deducía que la democracia no era buen sistema para resolver los conflictos sociales y desde luego debía circunscribirse sólo a los verdaderos demócratas o a los proletarios (definidos en ambos casos por quienes tenían el poder de hacerlo).

Ciertamente la corrupción democrática a que estamos asistiendo la convierte en un cajón de sastre de justificaciones para todo tipo de tropelías. Por lo que no resulta demasiado extraño que se llegue -a mi modo de ver de forma precipitada y unilateral- a la descalificación global y plena de la democracia. Por eso alguna gente de izquierdas a la que me refiero, acude habitualmente al recurso de colocarle a la democracia un apellido, sea para mal (democracia burguesa, democracia capitalista) o para bien (democracia participativa). Y su defensa sin esos apellidos se pone en cuestión por equívoca y sospechosa. Al final no era difícil que se terminara tirando al niño junto con el agua sucia.

Otro correlato ha sido una cierta santificación de la Revolución, así con mayúsculas. Me explico. La palabra revolución tenía para nosotros algo de mágico y mítico, el cambio de todas las cosas de golpe, una destrucción necesaria para poder construir algo nuevo.  Ese objetivo superior supeditaba cualquier otra consideración. Cualquier medio era legítimo para conseguir el fin superior de “hacer” la revolución.

Y uno de los efectos más negativos fue dejar siempre para más tarde la atención al sufrimiento concreto: ¡La solución es la revolución! nos remite a un fin de los tiempos mítico y el mientras tanto queda sin atender. Cuando precisamente las reivindicaciones estratégicas son aquellas que contienen en sí mismas la imagen de lo que queremos conseguir: lucha por la justicia, una sociedad con derecho a la vivienda; lucha por la luz y el agua, por respeto al medioambiente; por una economía al servicio del bien común… acoger a las personas migrantes, hacia un mundo sin fronteras… Esto durante un tiempo -afortunadamente cada vez más lejano- tuvo su ejemplo más paradigmático en la lucha por los derechos de las mujeres, postergada siempre para las calendas griegas.

Terminaremos en un próximo artículo esta reflexión crítica sobre la izquierda y los derechos humanos.

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