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Serían las cuatro y cuarto de la madrugada -en el corazón justo de la noche y de aquel descampado de Las Cabezas de San Juan- cuando vi las llamas; una hoguera de mil brazos rojos contenida en pocos metros cuadrados mientras la voz del locutor de la Ser -a seiscientos kilómetros de allí y rota por puros caros de medianoche- comentaba en soledad, sin ánimo de salvar el mundo, la última ofensiva de la Alianza en Siria.

Quedaban no más de cuatrocientos metros para que la estación de servicio 'El Fantasma' hiciese acto de presencia como una isla artificial en medio del océano; no más de medio minuto de silencio y oscuridad, de arcenes pálidos y de la tibia luz de poco alcance de mi coche; medio minuto solamente pero que en el campo y con el reino de la madrugada colándose por la ventanilla del copiloto se traducía en azar y miedo, guadañas y hoyos negros.

Protegido en mi armazón de chapa y a la velocidad de la luz y de la luna no podía apartar los ojos de aquel fuego que vigoroso salpicaba las esquinas del cielo; sólo acerté a intentar cambiar de emisora pero no sirvió de mucho ya que todas desacertaban a decir lo mismo o no hablaban de nada.

Allí justamente, en aquel preciso lugar entre la serpiente hormigonada de la línea de peaje y la estación de servicio, ella había aparecido muerta; tumbada en el arcén en extrañas circunstancias y entregada al vacío más eterno; en aquel impío lugar donde cada vez que paso miro hacía detrás -hacia los asientos traseros de mi coche- por si aparece ella como en las viejas leyendas para niños que no tienen miedo a nada salvo a las mentiras.

Pero no, no me apareció ni aparecerá nunca aunque retenga su voz de gato herido en mi memoria. No apareció ni deseo que lo haga, ni que se me vuelva a pinchar el coche, como hace unos años, justo en aquel extraño kilómetro cero del miedo cuando rompía lentamente la mañana.

Ya te he dicho que aquella madrugada de diésel y acetona tampoco se presentó; o tal vez -nunca lo sabré- lo hizo vestida de fuego y humo, de ladrido de perro escondido o de cruz de David sobre los tejados desnudos del pueblo blanco. Existe la posibilidad de que no pudiera ver su fantasmagórica silueta simplemente porque quiso presentarse dentro de mí como un oscuro y sombrío recuerdo porque ¿acaso sabes quién eres y de qué estas hecho? Yo no... Sólo tengo la certeza de que no era el pastor -o lo que fuera aquello que apareció antes de girar mi cabeza- que custodiaba su hoguera en mitad de la nada.

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