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Todavía quedaba demasiado fuego del cual esconderse ya que el sol seguía jugando con las tres chimeneas de la fábrica pero no serían nunca más de diez minutos; diez para que la noche silenciara la lluvia de proyectiles que pasaban silbando sobre mi cabeza. Sólo había sido cuestión de suerte que una de aquellas bombas de tierra seca no hubiera estallado en mi cuerpo. Suerte y que los niños sabíamos que no teníamos que tirar a dar y más cuando una de aquellas bombas terreras, días antes, había explotado en la cabeza de Fermín haciéndole una brecha que todavía le tenía en su casa..., guardándose de nosotros y de las calores de aquel verano eterno.

A pesar de todo el combate, iniciándose siempre cuando ya no había más dibujos que ver en la televisión, había sido a cara de perro. En aquella refriega estudiada y planificada por el mismo de cada tarde —el que terminaría enrolado en la Legión— muchos habían padecido las típicas heridas de aquella lucha de trincheras. Moratones, arañazos por la alambrada de espinos que separaba nuestro barrio del otro y picaduras de ortigas eran el pan de cada día entre aquella soldadesca que no desconocía los verdaderos motivos de la gran guerra. Sólo que había que aburrir al otro y obligarle a que se fuera a su casa y no quisiera volver hasta mañana.

Así estaba yo, aburrido en el fondo de una trinchera infestada de hormigas, cuando llegó él. Un muchacho que nunca tuvo nombre pero sí rostro, con un incipiente problema de acné que le llenaría la cara de dudas y miedos y un pelado a escupidera que le hacía más bronco de lo que ya por sí resultaba a primera vista. Me miró, observó que no tenía nada que lanzar ni nada con lo que defenderme, se quedó un buen rato en silencio hasta que con la excusa barata de abrigarse de las bombas se colocó encima de mí, cogiéndome de las muñecas, obligándome a estar bocabajo con aquella arena roja —densa como la sangre de los perro— a menos de un palmo de mis ojos.

Me sacaba cuatro o cinco años. Media vida mía. Y con aquella ventaja vital no pude hacer nada cuando empezó a refregar su sexo en mi espalda. Serían segundos, no más, pero suficientes para entender que tenía que abandonar —a pesar de quedarme a descubierto— mi improvisada trinchera de hormigas y barro. Justo al hacerlo, al escapar de aquel soldado sin bando y en deserción, me estalló un pedrusco de arena seca en mitad del pecho. Muerto, muerto gritaban mis enemigos..., pero no me importó porque esa ya no era mi guerra.

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