La generación de las no decisiones

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

FOTO: MUNICIPIOPINAS
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"Tengo ocho años y ya no quiero juguetes". Leí esta frase hace tres años y desde entonces no he podido olvidarla. Corría el mes de diciembre y el periódico La Vanguardia titulaba así un breve reportaje en el que se preocupaba por el asunto ante la cercanía de la Navidad y la inminente llegada de los Reyes Magos. Por lo visto ese año —y venía ya de largo— sus Majestades de Oriente iban a volver a aligerar el peso de sus sacos, pues el número de juguetes sería de nuevo menor. Para las muñecas y muñecos, los ocho años parecían ser en 2015 el momento clave del rechazo frontal. Me atrevería a decir que hoy la edad límite es incluso más baja. Tanto que hasta es posible hablar de niños que no tendrán recuerdo alguno de haber jugado con ellos, que no sabrán lo que es alimentar a un amigo de goma, tomar la merienda de plástico con un peluche o hacer combatir a dos superhéroes de metal. Quien no sabe lo que es arrastrar a un oso de trapo por el suelo de un supermercado no ha conocido la infancia. Eso no tiene vuelta de hoja. Y es que nuestros niños cada vez dejan antes de ser niños.

Jugar nos nutre de tantas cosas buenas que cuesta enumerarlas. Además de estimular la imaginación y la creatividad, nos enseña cómo somos y cómo seremos en el futuro. Nos ayuda a edificar nuestro propio yo. Por eso, una generación que solo es capaz de hacerlo en un escenario virtual, que lo aprende todo en un tutorial de Youtube y que solo come si se le coloca delante una tablet, no sabe construirse. Al menos no sabe hacerlo en tres dimensiones. Como no saben hacerse a sí mismos, tardan más en saber quiénes son. Y es que nuestros niños cada vez son niños por más tiempo.

Y cuando casi todo es virtual, casi todo es posible. Cuando el universo es infinito y multipantalla, poco hay que elegir. Solo es cuestión de tiempo. Tiempo para obsesionarse fugazmente con un videojuego, para ver una serie de moda, para interactuar por las redes sociales, para ser un avatar. Y así llegamos hasta la generación de las no decisiones, de los indecisos, de los que no saben decidir. Aquellos a quienes con un paternalismo tierno y tan condescendiente como atribulado se los ha conducido siempre de un paso al siguiente cogiditos de la mano. No han tenido que decidir nada y por eso no saben hacerlo. Tampoco hay que culparlos. Han entrado en la Universidad porque esa era la etapa siguiente, sin comprender por ejemplo la valía que esta tiene por sí misma. No saben, no eligen. O eligen mal.

Los ídolos de moda que tienen estos niños-no-niños visten como adultos en miniatura, juegan con sus teléfonos móviles y son exitosos influencers. Son profetas de una religión que se llama Instagram y todo lo que tienen que decir —que es más bien poco— cabe en 140 caracteres pero se contagia como la peste por cada rincón del planeta. Los niños de ocho años ya no juegan con juguetes. Algunos niños de dieciocho votan a la ultraderecha.

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