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Aunque ya sabemos que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Como un sesentón adolescente y rebelde. ¡Ay, Señor…llévame pronto!

Yo no voy a descubrir los entresijos de esa época de la vida que inicia la jubilación. Ya se ha dicho y redicho casi todo: que si puede ser la mejor época de tu vida, que si los ancianos pueden llevar a cabo actividades que no pudieron hacer anteriormente, que es un tiempo muy creativo… los más entusiastas dicen que definitivamente es la mejor edad y, entre ellos, los más inconscientes se atreven a decir que viven una segunda juventud. Y hasta algunos desaprensivos o trastornados acuden al programa televisivo Firts Days o a Juanymedio (que es la versión más agreste, con la manteca colorá propia de Canalsur), que ya hay que tener valor o poco sentido común, o ambas cosas.

Lo anterior puede explicarse porque en esta edad comienzan a fallar las conexiones neuronales y el deterioro cerebral nos anticipa un optimismo tontorrón bastante injustificado. No. Jubilarse no es un bien absoluto aunque esto no quiere decir que, como en todas las edades del hombre, no haya alguna cosa buena. Pero, en general y supuesta una salud corporal suficientemente decorosa que excluya enfermedades terminales, es el tiempo en el que deben comenzar las despedidas. Todo es un poco más penoso y casi cualquier cosa exige un esfuerzo mayor. Y las prevenciones sanitarias (el polen, la piscina, el bastón) tienden a acumularse de manera exponencial aunque de manera inversamente proporcional a la paciencia con las cosas de este mundo, por desgracia.

Es cierto que no todas las personas viven su vida de la misma manera, tampoco la ancianidad. Y en este amplio abanico de posibilidades, los hay que se les ve contentos y felices desayunando ginseng rojo, haciendo abdominales y secándose sus partes pudendas en el vestuario de la piscina con el secador del pelo. Y, en verdad, estos veteranos infatigables son un ejemplo en la defensa del optimismo a todo trance. Al menos para mí que estoy permanentemente enfadado con Rajoy, con el Coletas, con los sevillanos de Valdelagrana, con Putin y con Trump, con la Policía Local, con la Autonómica y con la Nacional. Y aquí estoy como un vejete iconoclasta y cascarrabias que sabe de todo y a todo el mundo da lecciones. Bueno, con los jubilados sabelotodo también estoy enfadado. Porque, como dijo Groucho Marx, yo no pertenecería jamás a un club que me tuviera a mí como uno de sus socios. Tanto narcisismo no tengo, ni por mientes.

Un buen amigo llama a estas opiniones altisonantes y a estas pataletas inconformistas mis “momentos de publicidad”. Igual es verdad. Yo me río. Porque él es un funcionario activo (valga la contraditio in terminis) que juega al golf y no ha perdido un ápice de memoria. Claro, así sí se puede. Yo me río. Y me reconviene paternalmente: ¿Quién te llama a ti a incomodar a don Amancio Ortega, a dar lecciones de democracia a don Mariano o a embaucar a incautos para la construcción de un falansterio en La Barca de la Florida? Cuando me dice estas cosas, yo siempre me acuerdo de la súplica de la madre de Antonio Espinosa Fedriani, el Niño, que entre escobazo y escobazo repetía en voz baja para sus adentros: ¡Ay, Señor de las Misericordias… llévame pronto!

Así que aquí me ando, arrepentido de mis embestidas, pero entregado a asociaciones caritativas, estrujándome el magín para hacer una inversión productiva con vistas al futuro eterno y poder cobrar allí arriba lo que deje hecho aquí abajo. Nada de filantropías.

Otra cosa es la gallardía y el coraje con los que afrontan la edad última las personas que tienen que habérselas con un padecimiento grave y, a pesar de ello, muestran una cara amable, comprensiva, casi alegre. Y saborean cada minuto que le arrancan a la vida con la fruición y la generosidad con la que deberíamos paladearlo todos nosotros. Yo, el primero. Cuya lección de humanidad y sabiduría no acabo nunca de aprender. Aunque ya sabemos que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Como un sesentón adolescente y rebelde. ¡Ay, Señor…llévame pronto!

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