"Coge lo que tú quieras"..., así me recibió en su casa una de las mujeres más ricas que he conocido en mi vida. Pero vayamos al principio; viajemos al corazón de Nueva York, a Manhattan, una de esas ciudades que empequeñecen al ser humano con sus rascacielos que brotan de la suela de los zapatos, sus interminables avenidas que acaban desbordándose por sus orillas de hormigón y ese zumbido mecánico que nunca se apaga en los oídos..., y que contiene, convertido en decibelio, toda la basura y sobras de la ciudad.

Así que, empujado por el milagro del flamenco y bajo el amparo de una de las directoras más influyentes de la cadena CBS, me vi en aquella babilónica urbe tratando de encontrar mi sitio entre billetes de los grandes, restaurantes de doscientos dólares el cubierto y hoteles de cinco estrellas en Times Square..., donde curiosamente parece no pasar el tiempo en la piel de las botas de su viejo y teñido cowboy de medianoche. Lo tuve todo a mi alcance; todo lo que a ella y a su aburrimiento se le podía antojar; todo lo que a un jerezano de barrio -y sin mayor pretensión que la de comerse el mundo y viajar en el tiempo- le puede llegar a sobrar; porque es bien conocido que, generalmente, a los pobres de herencia poco de lo necesario les basta y demasiada parafernalia los paraliza.

Todo ocurrió durante la última noche en aquella isla inventada; durante la cena en una mansión levantada en Park Avenue con la setenta y siete..., curiosamente a tres pasos del populoso Bronx y en la otra punta del corazón de mierda y cobre que se levanta en Wall Street. Toqué el timbre y un gran perro, con nombre de persona, me recibió a base de coletazos y pequeños mordiscos que hubiera podido dar cualquier gato callejero; ella se dejó besar en las mejillas y me invitó a pasar a su cocina para preparar la cena..., ya que todavía no habían llegado los invitados..., y todo porque me había citado una hora antes; luego me ofreció una copa de vino -que no supe apreciar en aquellos años- y me llevó a su dormitorio sin apenas levantar la mirada de las alfombras de su casa..., allí me dijo las primeras palabras que pude descifrar en su castellano nublado y lleno de sombras: “Coge lo que tú quieras”.

Yo amaba por entonces..., como nunca dejaré de hacerlo y la invitación de aquella persona desconocida sacudió mi cuerpo pero, a los pocos segundos, comprobé en su gesto sobrio, sus brazos cruzados y su cama de seda impoluta que no quería nada de mí..., ni siquiera juguetear con mi miedo; me indicó un armario atestado de prendas y me invitó a coger aquello que me viniera en gana... Nada bajaba de los quinientos dólares: camisas de las mejores firmas, abrigos de grandes marcas..., ropa cara que le alquilaban sus famosos para fiestas y saraos; tela al desorbitado precio de chisme y polvo americano.

¿Pero de qué me iba a servir hacerme con algo de aquel tesoro pasajero? ¿Para hacer el indio en mi Universidad de pago y pocas ideas? ¿Para llevar una camisa de Armani sobre mi scooter de segunda mano? Aún así, a regañadientes, logró regalarme una chaqueta de cuero de cuatro mil dolares..., que nunca -y por pudor- saqué del armario de casa de mis padres..., por pudor y porque cada vez que me la probaba parecía apoderarse de mí..., llenándome de miedos y de complejos.

Meses más tarde de aquella cena entre ricos y pobres, ella me encontró en Jerez; reducida milagrosamente a una mujer de carne y hueso al estar lejos de su perro con nombre de persona, de sus salones renacentistas y el peso de toda una ciudad, Nueva York, que sabe de sus riquezas y logros; reducida a sus ojos de cristal y a sus pasos temblorosos propios de animales apaleados...

Me tomó la cara y me besó, lentamente, como aquel que quiere irse a dormir y empezar a soñar; antes de marcharse, para no volver, me dio las gracias... Siempre supe el por qué.

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