Pienso que no vendría mal una reforma de la Constitución. Pero lo que verdaderamente vendría bien, es que dejara de ser promesa en tantos aspectos y comenzara a ser realidad.

Recibí mis primeras clases sobre nuestra actual Constitución en el otoño de 1982. Cuatro años después de su aprobación, todavía se podía considerar una promesa. Sin duda, lo mejor estaba por venir en los años siguientes. Y de alguna manera así fue. Se dieron notables avances en educación, sanidad, servicios públicos e infraestructuras y, en general, fuimos asistiendo a la modernización de nuestro país. Desde luego que todo esto fue fruto, más que de un texto articulado, de la acción de distintos gobiernos que administraban los impuestos que pagaban los españoles y los fondos procedentes de la Comunidad/Unión Europea.

Pero, como digo, la Constitución era una promesa. Definir nuestro país como un “Estado social y democrático de Derecho” sonaba a que, al fin, se iba a poder construir una sociedad en la que, si no desapareciera, al menos, la desigualdad sería mitigada. Para ello se introdujeron en nuestra Carta Magna valores como el pluralismo y derechos como el de la participación política, el de reunión, el de asociación y el de libertad de empresa. Sin embargo, derechos como el derecho al trabajo, a una vivienda digna, a un medio ambiente adecuado, a la protección de la salud y a la cultura, carecen de garantías constitucionales de exigibilidad directa. Es decir, son meras promesas, que dependen del gobierno de turno para cumplirse.

Y en esto, llevamos ocho años en los que se torcieron las cosas, y dejan de cumplirse estos derechos en multitud de ocasiones. Gobiernos de izquierda y de derecha los han recortado permitiendo que millones de personas perdieran sus trabajos, numerosas familias fueran desalojadas de sus viviendas, encareciendo la cultura con impuestos o recortando la calidad de la sanidad pública.

Ahora se habla de reformar la Constitución. En Italia se votó el pasado domingo negativamente a una reforma de la suya. Cada tiempo tiene su afán y cada lugar sus particularidades, pero no está de más advertir que la Europa social que queremos construir debe ser algo más que un mercado. Pero, para ello, es necesario superar la austeridad impuesta por los países del norte de Europa, con Alemania a la cabeza. El populismo se cultiva en un caldo que incluye el miedo al extranjero pobre, pero también la desorientación provocada por la pérdida de las condiciones de vida previas, y la desesperanza que provoca ver que ninguna institución pública hace algo en serio por aliviar el sufrimiento de las personas.

Con semejante panorama, es lógico que se desconfíe cada vez más en la política, en los políticos y en sus promesas. En particular, en la opciones socialdemócratas que, se supone, deberían velar más por la clases medias y trabajadoras, pero que parecen haber sucumbido a la doctrina neoliberal de la gestión de lo público, y en sus líderes, enfrascados frecuentemente en luchas de poder meramente personales. De ahí el deterioro electoral de la izquierda en Europa, en beneficio de fuerzas populistas.

En nuestro caso, pienso que no vendría mal una reforma de la Constitución. Pero lo que verdaderamente vendría bien, es que dejara de ser promesa en tantos aspectos y comenzara a ser realidad.

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