La clase de Mónica Oltra

Raúl Solís

Periodista, europeísta, andalucista, de Mérida, con clase y el hijo de La Lola. Independiente, que no imparcial.

Mónica Oltra, vicepresidenta de la Generalitat Valenciana, en una imagen de archivo.
Mónica Oltra, vicepresidenta de la Generalitat Valenciana, en una imagen de archivo.

La campaña electoral aún está durmiente, aburrida y a poco gas, a la espera de que pase la semana santa y entonces se enciendan los focos de las prisas y seguramente también los titulares ocurrentes. En Valencia, comunidad que ha pasado de ser noticia por la corrupción del PP a serlo por el buen gobierno y ejemplo en transparencia, Mónica Oltra, candidata a presidir la Generalitat Valenciana y actual vicepresidenta en funciones, ha prometido una medida que en 40 años de democracia no se le ha ocurrido a ningún líder político, a pesar de que la judicatura sigue siendo un ámbito aristocrático.

Hay medidas que no son noticia porque no encienden las banderas de las guerras culturales y los enfrentamientos entre territorios que tantas polémicas crean, tanto gustan a los medios y de las que se alimenta la derecha de las pistolas, pero que marcan la diferencia.

Mónica Oltra, abogada de profesión, hija de una familia de trabajadores que emigró a Alemania a buscar el pan y las rosas que durante el franquismo fue imposible encontrar en España, ha anunciado que becará desde la Generalitat Valenciana a los estudiantes de Derecho que, una vez terminen su grado, deseen prepararse el duro y costoso camino para ser jueces o fiscales.

Se habla poco y se debería hablar mucho más de que la carrera judicial en España sigue siendo aristocrática, un ámbito prohibido para la gente sencilla, un sector de apellidos largos que ha heredado la toga de abuelos a padres y de padres a hijos. Registradores de la propiedad, notarios, jueces y fiscales siguen siendo carreras de ricos donde existe un muro invisible que los pobres no pueden sortear.

No lo pueden sortear porque la gente sencilla sea más incapaz que las clases acomodadas, sino porque muy pocos afortunados pueden tirarse cinco años de media (teniendo suerte y aprobando a la primera), después de terminar la carrera de Derecho, dedicados en cuerpo y alma a estudiar 320 temas para ser juez o fiscal, pagar 300 euros al mes a un preparador por dos clases mensuales, aprobar y luego tirarse dos años en la Escuela de Práctica Judicial de Barcelona para terminar el proceso.

Es imposible prepararse una de las oposiciones más duras que existen estando a la vez trabajando y sin padres o familiares con una economía solvente en un país como España, donde el 38% de los hogares, según el Instituto Nacional de Estadística (INE), no tiene capacidad para afrontar gastos imprevistos y con 12 millones de criaturas que cada noche duermen en el umbral de la exclusión social.

Mientras el resto de profesiones se han democratizado y se ha roto el muro, en mayor o menor medida, que impedía a la gente sencilla acceder a carreras como la medicina, abogacía, periodismo, profesorado universitario o las ingenierías, sigue existiendo un apartheid de clase en la carrera judicial.

Y existe porque ni PP ni PSOE han pensado en 40 años democracia en crear algún tipo de becas para que estudiantes de Derecho, que desearan ser jueces o fiscales, pudieran hacerlo en igualdad de condiciones con sus compañeros de pupitres nacidos en familias con más suerte y con poder adquisitivo para costear temarios que cuestan 800 euros, 300 euros mensuales de preparador durante tres o cuatro años y dos años más viviendo en Barcelona mientras estudian en la Escuela de Práctica Judicial, antes de presentarse a la última prueba que los convertirá en funcionarios en prácticas. Siempre que se apruebe a la primera, que no suele ser lo habitual.

Y esto, el apartheid de clase que sufre la judicatura es lo que explica muchas sentencias políticas, otras relacionadas con el poder bancario o que las cárceles sean almacenes de pobres, penados por delitos menores pero que han sido juzgados por una justicia elitista que lo primero que hace siempre y por defecto es sospechar de los pobres por el mero hecho de ser pobres.

Por el contario, esto también explica que los delitos que cometen los ricos tengan tantas sentencias alternativas a la prisión o, si entran en la cárcel, cuenten con tanta empatía por jueces de vigilancia penitenciaria que deciden libertades condicionales en tiempo récord.

La promesa de Mónica Oltra no ha ocupado ningún gran titular ni será trending topic como lo sería si hubiera soltado una chorrada provocativa, pero de llevarse a cabo hará de la carrera judicial un ámbito mucho más democrático que el actual. Mientras los hijos de las familias sencillas no ocupen todos los estamentos sociales, no seremos un país democrático.

Y mientras los juzgados estén copados en su mayoría por jueces y fiscales de apellidos largos y no exista una modalidad de becas para que el hijo o hija de un albañil, una modista, un trabajador del campo o un conserje pueda estudiar lo que desee, sin limitaciones por motivos de la cuna en la que nació, la justicia no será justa en este país donde el racismo de clase, la exclusión de los pobres de los ámbitos de poder, está tan normalizado que ni nos damos cuenta del talento que se pierde por el camino y de la injusticia que supone que nacer en una cuna poco afortunada te marque el futuro.

A la derecha de las pistolas no se le combate agitando guerras culturales, sino construyendo un país de oportunidades, donde la igualdad se coma y en el que nadie se choque con un muro por la cuna en la que nació. Miremos más a Valencia, que la clase de Mónica Oltra marca la diferencia.

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