El doctor Uriarte hace todo lo que le pido. No me conoce, nunca me ha visto. Yo a él tampoco. Hablamos por teléfono. Siempre por mamá. Me dice que mañana instalarán la bombona de oxígeno pero que el potenciador de alto flujo no es de su competencia sino del director médico de neumología del hospital de J. Ahora todo se complica. Me dice que será difícil que me lo conceda, que los gastos en el hospital son altos y que el doctor Jiménez es un hueso duro de roer.
Paso la noche despertándome a cada rato. A primera hora de la mañana debo hablar con el hueso duro. Antonio está terminando su desayuno. Le dejo a solas con su primer café mientras maquino el modo de manipular la voluntad de un médico que parece ser el terror de los demás médicos del hospital. Cuando al fin me quedo sola, entro en el salón, descuelgo el auricular del teléfono y marco el número que me dio el doctor Uriarte y que me va a comunicar directamente con el despacho del doctor Jiménez. La voz de la que debe de ser su enfermera me informa de que su jefe aún no ha llegado y que llame más tarde. Lo hago media hora después y la misma voz afirma que el doctor no vendrá en todo el día. El tonito. Cuando le digo que no puedo esperar, que mi madre depende de una bombona de oxígeno para respirar, su voz se vuelve impaciente. Entonces cuelgo el teléfono, cuento las horas que faltan para hablar de nuevo con el médico, calculo los minutos y los segundos.
Al día siguiente, después de pasar una noche más agitada que la anterior, vuelvo a marcar el número de teléfono. La misma secretaria o enfermera del día anterior me dice que espere un momento, que va a ver si el doctor Jiménez se puede poner. Durante el tiempo de espera garabateo en mi cuaderno. Cuando se reanuda la conversación, la señorita encargada de filtrar los mensajes al doctor Jiménez me dice que el asunto del concentrador de flujo ya no lo lleva él sino el médico de cabecera, es decir, el doctor Uriarte. Cuelgo el teléfono no sin antes despotricar contra el sistema sanitario y contra ella.
Vuelvo a llamar al doctor Uriarte, quien con su voz aflautada y juvenil me dice que no es él sino el jefe de neumología quien gestiona los flujos y quien, por tanto, tiene la última palabra en el asunto. Entonces le ruego por mi madre, por mí, le pido que haga todo lo que esté en su mano para convencer el hueso duro de roer. Él no me promete nada y cuelga el teléfono. “Estoy atrapada en una pesadilla kafkiana en la que el hospital es un castillo”, pienso sin estar muy segura de si estoy despierta o soñando que estoy despierta y que tengo que buscar al doctor Jiménez.
Al día siguiente salgo hacia el hospital. Salgo muy temprano, después de que mi marido se haya ido y haya dejado a mi hijo en el colegio. Ya dentro del edificio cojo número para la ventanilla de información. Debo observar una pantalla en la que van saliendo los números por categorías. Es mi turno y me acerco al mostrador. La información que me dan no está clara. Los ordenadores son de última generación, pero nadie es capaz de decirme nada, ni siquiera la chica del pelo rojo que me atiende me mira a los ojos. Sobre su mesa descansan documentos y un afilador de lápiz que brilla en una de las esquinas de su mesa de trabajo. Tengo uno igual en casa. No levanta la vista cuando le hablo, la miro directamente a los ojos para que se sienta incómoda y me preste más atención, pero no se da por enterada.
–Lo siento –me contesta–. Hable con Petra, la encargada del suministro domiciliario.
–¿Dónde se encuentra? –Le pregunto.
–Ahora mismo ha salido –dice. Lleva los labios muy rojos, hacen juego con su pelo, las gafas le penden de una cadenita plateada pintada de rojo, se peina hacia atrás y muestra unas orejas bonitas, pequeñas y pegadas a la cabeza. Como sigo sin moverme del mostrador, levanta la cabeza y me mira por primera vez. Parpadea y me dice que espere un poco hasta que vuelva su compañera, que es la que más sabe de estas cosas.
La espero sentada, miro a mi alrededor, hay algunas mesas vacías, es la hora del desayuno, me suenan las tripas, el café de las ocho me ha servido para darme vuelo pero necesito otro porque sus efectos van desapareciendo. Hace calor, el abrigo me pesa, la bufanda es un estorbo, me la quito y la guardo en el bolso, que ahora abulta demasiado. Han pasado quince minutos y todo sigue igual. Ahora hay más gente y las mesas empiezan a ser ocupadas por los administrativos. La señorita Petra no aparece, la del pelo rojo se marcha, me quedo sentada junto a una anciana de pelo blanquísimo, la miro de reojo, zapatos negros, chaquetón marrón, corales en las orejas. Guarda un pañuelo arrugado en la mano derecha, sus zapatos no brillan, lleva medias gruesas de color carne.
Me levanto y me dirijo al mostrador del principio y pregunto por la del pelo rojo y por Petra, ninguna de las dos se encuentra, espero un rato a ver si vuelven. Ha pasado ya casi una hora. Esta vez le hablo a un hombre y le resumo todo lo que he tratado con su compañera de rojo.
–Lo siento –me dice–. Pero no es de mi competencia. Tendrá que esperar o volver otro día.
No me creo lo que estoy oyendo. ¿Volver otro día? Las horas perdidas ¿a dónde van? Desde que empezó la pesadilla del concentrador de flujo, he observado a la gente, la gente me ha observado a mí, he sacado un libro y me he puesto a leer, el oxígeno es un bien escaso, por eso es tan difícil que te lo suministren aunque te estés asfixiando, mi madre vive pegada a una bombona y yo, a las oficinas del SAS para que no se olviden de ella, de la bombona, de nosotras.
