Vacaciones felices

En el sur no hace calor. Las moscas van ligeras de equipaje. Elogios. Mañana será un día glorioso. El mar enfriará las emociones y los egos yacerán sin habla enterrados en la arena de la playa

El verano. Vacaciones felices.
El verano. Vacaciones felices.

Nada me posee, no poseo nada. Puedo desalojar el lugar que ocupo, pero ya no vuelvo. Y si lo hago, el espacio que fue mío estará ocupado por otro. –Perdona. Aquí estaba yo. –Ah, vale, pensaba que tu sitio era aquél otro, donde están tus cosas. –Es verdad. –Disculpa. –Siéntate aquí. No, no pasa nada. La miro de reojo. Ella lo mira de reojo a él y él, a ella. Sus ojos sonríen con complicidad. Pienso que podrían empezar una historia y todo debido a mi chaladura de reclamar mi lugar en la mesa. La risa en los ojos. Miradas. Callan y otorgan, como el silencio. No hace falta hablar. Al rato, olvido sus pequeños dientes, la cabeza rala, los ojos hinchados, el bolso olvidado sobre una silla sin dueño. 

En el norte no hace frío. Lo repetían una y otra vez en la ceremonia de graduación. El vestido se ceñía a mi cuerpo sin forzar las costuras. Un kilo menos, algo más que ponerme. El sudor es un manto grueso que recorre la piel y la enfría, dicen. Esta vez no sudaba. Escuchaba discursos esperando mi nombre y la pulla. Ángel o demonio, soliloquio y disertación. Algo habían aprendido ese año. En el sur no hace calor. Las moscas van ligeras de equipaje. Elogios. Mañana será un día glorioso. El mar enfriará las emociones y los egos yacerán sin habla enterrados en la arena de la playa. 

Parece que a plena luz nada malo va a pasar. Si enciendo la luz, la maldad desaparece. Eso pienso a sabiendas de que no es verdad, que durante el día se bombardean poblaciones y se destrozan cuerpos de niños cuyo único pecado es haber nacido en una franja de tierra que se disputan otros pueblos. A plena luz se viola, se roba, se engaña, se asesina. La barbarie ocurre de día y de noche. También el amor. A plena luz.

Los adolescentes no son criaturas celestiales.  Los niños aplastan hormigas y caracoles, matan arañas, pegan a otros niños y se burlan unos de otros. Unos ojos miran y toda la luz rebota en sus pupilas cegadas por la inmensa oscuridad que brota del alma humana. Seres de luz. De niña recorría mi pueblo en bici, recogía yerbas, hacía un cuadrado en la nieve y jugaba dentro, me apropiaba de la caja de la nueva lavadora y durante unos días era la reina del castillo. Pero sucede que la vida te echa de tu caja, de tu nieve, te arroja al dolor, a la pérdida. Dicen que eso es hacerse mayor. Pero es mentira. Jugamos a que olvidamos aquello que nos hacía plenos a los cinco años. Como si la niñez no fuera vida. Como si solo como adultos podemos vivir de verdad. 

Hay personas que nunca salen en prensa ni en ningún medio de comunicación. Mujeres y hombres cuyo estar en el mundo transforma, para bien, la vida de las personas que tienen la suerte de encontrarse con ellas. Están en todas partes y sus capacidades y habilidades, tanto cognitivas como sociales, son de variada naturaleza. Pero interactúan de tal manera con los demás que pueden ser llamadas ángeles. Su anonimato las ampara y su trabajo, de verdadera naturaleza altruista, puesto que no lo hacen para que la gente diga lo buenas que son, expande ondas concéntricas de bondad y belleza. Nunca serán nombradas fuera de los círculos donde se mueven. Pero quienes tienen la enorme suerte de toparse con ellas, lo saben. No reciben premios ni falta que hace. Están los grandes personajes y luego están ellas, no necesariamente en ese orden. Personas que nunca salen en prensa. Son las imprescindibles. 

Aunque hago como si no, es sí. Está por todas partes. No es una adivinanza ni un error del sistema. Los efectos son incontrolables. Puedes elegir estar dentro de un sistema binario o estar fuera en un lugar alejado del mundanal ruido. Estudiar para conseguir nota, evaluar para no ser devorados, el oficio se diluye entre estándares, competencias y criterios de evaluación. Enseñar es de siglos pasados. La inteligencia artificial imita letras ilegibles. Los cerebros se van a la tumba intactos. Nuevos. De pura inactividad. 

El tranvía es pequeño, verde, parece de juguete, hiela sentada en sus cómodos asientos. Tres paradas después de salir de la estación, se llena de gente joven que viene de la playa. Morenos, con delgados cuerpos fibrosos, hermosos. Tanta belleza sobrecoge. Llevo mi pluma, mi cuaderno, mis sandalias de esparto nuevas y un vestido fresco y adecuado para la ocasión. Se sube y baja gente. Plaza del rey. Mafalda. En la caseta me espera una mesita y una silla. 

Los bolsos grandes y las cajas apiladas de objetos. Lo que quepa y lo que el hombro pueda cargar. Las cajas grandes con todo aquello que ya no necesitas, pero no te atreves a soltar por si acaso recuerdas algún objeto olvidado mientras te lavas los dientes y estás leyendo sin leer. Dicen las maricondos de turno que lo que no uses en un año debe ser arrojado al carro de los objetos basura; que los collares, adornos y demás bisutería vieja dan mal rollo y transmiten vejez. Edadismo. No queremos nada que huela a muerte. Digamos adiós al pasado y vivamos cada día como si fuera el último. Vieja filosofía vendida como nueva, fuegos artificiales para celebrar que estamos vivos, que el tiempo no nos afecta, que la cirugía es asequible, que la juventud eterna existe, que el elixir está en internet, que podemos morir de viejos con un hermoso y juvenil cuerpo. Por dentro, los órganos peinan canas, atiborrados de ansiolíticos, calmantes y colágeno reciclado. Juvelandia.

El logos. La palabra que desoculta, vana quimera del que sueña en brazos de la idea. Se asoma el verano y las taquillas se quedan vacías. Mellizos, sombrillas rectangulares, despedidas, y un puñado de frases que agonizan, hastiadas, en la soledad de un pasillo abandonado. Vacaciones felices.

Lo más leído