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Dos mil y pico euros..., plim plam. Así. Fácil. El supuesto director del Centro Andaluz de Flamenco cogía sus jurdeles por un trabajo que no ejercía y que ni siquiera, según él, sabía que debía de realizar.

Y ya te digo yo que no será tan sencillo quitarle lo bailao porque entre juicio y chanchullo, olvido y despiste pasan los años y se pierde el sentío de tó..., hasta de la justicia porque a nadie -en sus cabales- le gusta estar masticando pena tó el santito día y menos cuando las heridas sanan medianamente y dejan de sangrar.

La gente de la calle seguirá a la suyo y santas pascuas y eso que todo el mundo sabe -hasta el más carajote- que dos mil euritos cunden..., y si no que se lo pregunten a cualquiera de los artistas que recorren miles de kilómetros para llevar algo de comer a casa o a cualquiera -ya no tiene por qué ser artista- que se levante a las seis y media de la mañana cada día de la semana para poder tirar pá lante..., y voy más allá cuando digo que esos dos mil eurazos también hubieran venido de lujo a personas tan competentes como Paco Benavent o Ana Tenorio cuando se dejaban la piel en el CAF.

Dos mil por allí y dos mil por allá y tendríamos un Centro Andaluz de Flamenco acorde con una de las ciudades que lo vio nacer y no sólo un local arrumbao en la Plaza San Juan que se limita a ofrecer dos charlas y una buena foto -typical spanish- para el guiri de turno que tiene la suerte de encontrarlo abierto.

Antes no era así..., y no conozco la razón pero no era así.

Recuerdo unos cursos de Manolo Marín, en los albores de nuestro festival flamenco, y a sus treinta japonesas bailando por tangos en la azotea; él invitó a sus alumnas a que se olvidaran de los rigores del espejo del estudio y bailaran la coreografía con nuestra música bajo un sol demoledor de cuarenta grados... Aquel día más de una acabó medio desmayá pero eso sí..., bailando como si hubieran nacido en la mismísima calle Nueva.

Se me vienen a la cabeza los documentales que ofrecía el CAF en su pequeña sala de cine para cuatro sabios y tres besos robaos; sus cintas de video Beta y aquel tiempo de  búsqueda y silencio entre una bulería de la Plazuela y otra de Lebrija; aquel Juan de la Plata, elegante hasta su último minuto, abandonando el palacio camino a la calle Francos; esas semanas de cedro, pegamento y palo santo donde los aspirantes a luthiers hacían sus guitarras flamencas a gusto de ellos pero bajo la Ley de la Música...

Pero ya no hay ley que valga. En las salas del centro ya dejaron de escucharse esas seguiriyas por Tío José y esas carretillas dobles por alegrías; tampoco se oyen ya a  esas jóvenes gargantas hablando de cómo cantó Fulanito en Los Cernícalos y lo bien que le acompañó Menganito; por no escucharse ni se escuchan esos dos mil y pico euros mensuales -jurdeles nuestros- que siguen cayendo, por obra de un mal divé, en saco roto.

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