La 55ª Feria del Libro de Jerez ha sido, sin lugar a dudas, la mejor que he vivido en la ciudad. Lo digo con la satisfacción de quien lleva años asistiendo a cada edición, observando su crecimiento, su esfuerzo por consolidarse, su manera de reinventarse incluso cuando las circunstancias eran adversas. Esta vez, sin embargo, se ha notado algo distinto, una madurez serena, una voluntad de hacer las cosas bien y un respeto profundo hacia el libro como objeto y como experiencia. Más de diecisiete mil personas pasaron por los Claustros de Santo Domingo, y no era difícil sentir que la literatura había encontrado, por fin, su lugar natural entre los muros de piedra, las bóvedas altas y ese aire fresco que parece convocar al silencio y la conversación. Jerez, por unos días, se convirtió en lo que siempre debió ser: una ciudad que lee, que escucha, que se deja atravesar por las palabras.
Lo que más me impresionó fue la coherencia de la programación. La idea de que cada jornada contara con un autor de un género distinto resultó, a mi juicio, un acierto absoluto: cada día tuvo su tono, su público, su conversación particular. Un día la novela histórica, otro la poesía, otro la narrativa contemporánea o la novela negra. Así, la feria no se volvió monótona ni repetitiva, sino viva, diversa, abierta. Y eso se notaba en el público: gente distinta cada día, rostros nuevos que venían a escuchar al autor o autora que les interesaba, pero que luego se quedaban, curioseaban, compraban otros libros, descubrían nuevas editoriales o librerías. Ese tejido de curiosidad compartida es, al final, lo que da sentido a una feria del libro. Aun así, creo que hay margen de mejora, especialmente los sábados, cuando la afluencia se dispara: sería ideal contar con una figura relevante por la mañana y otra por la tarde, aprovechar ese impulso natural del público jerezano que, cuando hay una presentación importante, responde y llena el espacio con entusiasmo.
Como autora local, no puedo más que agradecer el cariño con el que siempre se me recibe. Cada año encuentro un hueco, un espacio donde presentar mis libros, dialogar con los lectores, sentir que formo parte de algo más grande que mi propia obra. Pero también soy consciente de que para consolidar la feria hacia el exterior —para que verdaderamente se hable de ella en otros lugares, para que las grandes editoriales apuesten por venir—, es esencial seguir trayendo nombres de primera línea. No por esnobismo ni por rendir culto al éxito comercial, sino porque esos autores actúan como faros: atraen público, prensa, curiosos; crean expectación. Y, cuando ese público llega, se encuentra con las librerías locales, con las editoriales pequeñas, con los autores que empezamos a abrirnos paso. Esa convivencia es la que enriquece de verdad una feria, la que la convierte en un espacio de crecimiento mutuo.
El espacio, por otra parte, no puede ser más hermoso. Los Claustros de Santo Domingo son, a mi entender, el corazón perfecto para esta cita. No solo por su valor arquitectónico y su carga simbólica, sino porque invitan al recogimiento, a la pausa, a ese ritmo distinto que pide la lectura. Cambiarlo sería, en cierto modo, desvirtuar su esencia. Lo que sí podría ajustarse es la distribución de los stands. No tendría sentido seguir preguntando, en el momento de la inscripción, si se prefiere uno grande o pequeño: las librerías, que ofrecen más de cuatrocientos títulos, necesitan, por lógica, los espacios amplios. Las editoriales, las asociaciones culturales o las agrupaciones literarias deben optar por los pequeños, porque su volumen de publicaciones rara vez supera el centenar. Resulta casi absurdo ver un stand grande medio vacío, cuando al lado otro apenas tiene espacio para colocar todos sus ejemplares. La feria, en este sentido, ganaría equilibrio visual y funcional si se estableciera esa diferencia de base.
Librerías invitadas
Me alegró mucho, además, ver cómo se ampliaba la participación de librerías de fuera, como Casa Gato, de Rota, que se estrenó este año. Es un signo de buena salud: cuando otras poblaciones sienten interés por venir, significa que la feria tiene tirón, que se percibe como un evento cuidado y rentable, no solo económicamente, sino en prestigio y visibilidad. Dicho esto, creo que ha llegado el momento de plantearse otro paso lógico: separar, de una vez, la feria general del libro de la de libro de ocasión. Durante años, la presencia de librerías de segunda mano fue necesaria, casi imprescindible, porque no había suficientes librerías o editoriales jerezanas para llenar los Claustros. Pero ahora, con un tejido literario más sólido, esa convivencia empieza a restar coherencia. No porque las librerías de viejo no tengan su encanto —que lo tienen, y mucho—, sino porque merecen su propio espacio, su propia feria, quizá en otra época del año, con su propio público y su propio espíritu. Jerez podría así presumir de dos citas literarias: la Feria del Libro y la Feria del Libro de Ocasión. Qué hermoso sería que ambas convivieran, complementándose, abriendo el calendario cultural a nuevas miradas, a otros ritmos, a más encuentros con los libros.
No sería un gesto menor. Sería una forma de decir que esta ciudad apuesta de verdad por las letras, que entiende su poder transformador, que quiere volver a ser lo que ya fue hace siglos: un territorio de palabras. Porque no debemos olvidar que Jerez floreció precisamente por eso, por su amor a la cultura, por el rumor de sus copistas y poetas, por la remembranza de Šarīš Šidūna y de aquel al Šarīšī —el jerezano, el autor andalusí que cantó la ciudad cuando todavía se hablaba otra lengua—. Hay una genealogía literaria que nos atraviesa, una corriente antigua que une el pasado con el presente. Y pensar que hoy, tantos siglos después, los Claustros se llenan de lectores, de autores, de conversaciones sobre novelas, de niños que hojean cuentos y de adultos que buscan una firma, me parece casi una restitución. Como si, por fin, Jerez recordara quién es. Y ojalá no sea una excepción, sino el principio de una continuidad. Porque si algo ha demostrado esta 55ª Feria del Libro es que
cuando se apuesta por la calidad, la respuesta del público no falla. Solo falta mantener el impulso, creer en lo que somos y seguir construyendo, libro a libro, feria a feria, la ciudad literaria que merecemos.




