Tenía muchas ganas de asistir a algo así, porque siempre lo había visto en redes ocurriendo en otras ciudades, como si Jerez no pudiera permitirse el lujo de ofrecer una experiencia intelectual semejante, un lugar donde aprender de quienes ya han transitado los caminos de la escritura. Quizá por eso mi ilusión inicial fue alta, quizá demasiado, y la desilusión al final de la jornada también se me hizo más evidente. No porque todo estuviera mal —hubo momentos valiosos, voces lúcidas y consejos que agradecí—, sino porque el tono general se inclinó más hacia una sucesión de presentaciones de libros que hacia lo que yo imaginaba que era un curso, con su promesa de clase magistral, de taller abierto, de conocimiento compartido desde la raíz. Y claro, ahí está el matiz: imaginaba. Tenía yo ya una idea preconcebida, y esa idea chocó con la realidad.
No niego que hubo intervenciones que merecieron la pena. Juan Pedro Cosano, por ejemplo, fue generoso: dio enlaces a webs, compartió pistas para que pudiéramos ampliar información, algo que se agradece mucho cuando uno quiere seguir profundizando en casa, con calma, más allá de la hora que dura la charla. Isabel Santa María y José Calvo Poyato se detuvieron en algo esencial: cómo dar vida a los personajes, cómo insuflarles esa coherencia interna que los convierte en seres creíbles dentro de un mundo inventado. Mario Guillén, por su parte, nos empujó a pensar en la sociedad como escenario vivo: cómo situar a nuestro protagonista en un entramado que nosotros no hemos conocido pero que debemos reconstruir con rigor y verosimilitud. Esos momentos justificaron, en parte, la matrícula, y me dejaron con la sensación de que sí, de que podía aprender, de que había materia real sobre la mesa.
Pero en líneas generales no fue eso lo que predominó. Demasiadas intervenciones se parecían más a una rueda de prensa encubierta, a un escaparate para recordar a los asistentes qué libros tienen publicados los ponentes. Y eso, sinceramente, deslució el conjunto. No porque no interese lo que han escrito —al fin y al cabo, todos los que estábamos allí lo sabíamos de antemano, por eso acudimos—, sino porque habíamos pagado por un curso, por un espacio de transmisión de conocimiento, no por un catálogo verbal de novedades editoriales. La diferencia es sutil, pero es la misma que hay entre asistir a una conferencia que te ilumina y escuchar a alguien que, básicamente, te repite lo que puedes leer en la solapa de su propio libro.
La coincidencia en fechas con la Feria del Libro me hizo pensar mucho en ello. No entiendo cómo no se les ocurrió enlazar ambas iniciativas, aprovechar la presencia de estos autores y ofrecer al resto de la ciudadanía jerezana una mesa redonda, una charla abierta, algo que trascendiera el marco reducido del curso. Habría sido un colofón perfecto, un regalo cultural para la ciudad, que no todos los días puede contar con figuras de la talla de Jesús Maeso de la Torre, Jesús Sánchez Adalid o José
Luis Corral. Se perdió una oportunidad de oro para que la literatura se expandiera más allá de las paredes del aula y alcanzara a quienes quizá no se atreven a inscribirse en un curso, pero sí disfrutan escuchando a sus escritores en un espacio común.
No obstante, confieso que me alegra que se haya celebrado. Porque el simple hecho de que Jerez acoja un curso de verano sobre historia y novela histórica ya es, de por sí, un pequeño triunfo. No es poca cosa que viniera gente de fuera de la provincia expresamente para asistir; eso, en mi opinión, constituye un éxito de convocatoria y habla de un interés real por este género, por esta manera de entender la literatura. Y aunque yo me haya quedado con la espinita de que esperaba otra cosa, también es cierto que cada cual vivió la experiencia a su manera. Estoy convencida de que la mayoría de los alumnos salieron satisfechos.
De todo se aprende, incluso de las decepciones. A mí me sirve para ajustar expectativas, para entender que a veces un “curso” no es tanto un aula como un escaparate, y que no por ello carece de valor. Y, desde mi humilde vanidad, me quedo con un detalle que me hizo sonreír por dentro: Juan Pedro Cosano y Jesús Maeso de la Torre sabían quién era yo. Y quizá esa sea la pequeña recompensa íntima que me llevo de esta primera jornada.



