No podía ser objetivo porque me rodeaba de demasiada gente afín a mí. Tuve que hacer un esfuerzo tremendo para comprender otras mentalidades y por fin me volví tolerante.

Por más que nos duela, hay gente que piensa diferente a nosotros. Tendemos a creer que los que nos rodean tienen nuestras mismas creencias o ideologías y nos podemos llevar una desagradable sorpresa. Hablas libremente sobre lo sinvergüenza que te parece un político y los de su partido; y de repente, tu interlocutor se queda callado, pensativo, sin saber qué contestar, porque la amistad que os une se puede ver perjudicada por su opinión contraria a la tuya. Hasta ahora creías que podía secundarte, pero no, en esta cuestión piensa diferente. Hemos perdido -si es que alguna vez la tuvimos- la cautela a la hora de expresarnos, porque por más que nos parezca extraño, tu amigo, tu hermano, tu padre o tu compañero de trabajo, no comparten tu pensamiento.

No hay que confundir la libertad de expresión con las ganas de incomodar. Está claro que somos libres de decir casi cualquier cosa que queramos, pero respetar la opinión de los demás es muchas veces no querer imponer la tuya y no ridiculizar la del otro.

Podemos tener preferencias políticas y religiosas -hay muchos más tipos, pero esas suelen ser las que crean polémica- y manifestarlas en público o en privado, siempre que no incurramos en delitos o faltas. Es importante, también, no confundir una falta de respeto con una susceptibilidad. Es fácil distinguirlos, sólo hay que empatizar con el que tenemos en frente y ser objetivos: “¿Me molestaría a mí en su lugar?”.

Me considero básicamente de izquierdas, o al menos progresista, o no sé, pero nada conservador -los términos bailan demasiado últimamente-, y me parece muy curioso que temas morales y sociales, como son el aborto, el matrimonio gay, la eutanasia, etcétera, dependan tanto de la política. Y sobre todo que una ideología política venga de serie con una definición religiosa o anti religiosa. Al margen de todo esto, hay gente suficiente como para apoyar una forma de actuar, y eso es digno de, al menos, estudiarlo; para ver si responde a algún fundamento lógico.

Algunas veces me gusta hacer de abogado del diablo. Voy a Springfield y me compro el polito de tolerar pensamientos contrarios al mío y valoro a la multitud que defiende cosas muy diferentes a lo que yo creo universal. Fue a raíz de hablar con un amigo que es Guardia Civil. Me dijo que todos los votantes del partido al que dedico mi simpatía son perroflautas y aprovechados. Que en su círculo (quizás no era la palabra adecuada) no había ni uno y todos eran personas normales. Le dije algo tajante: “No puedes ser objetivo, vives en una casa-cuartel”. Yo tenía razón, aunque no es excluyente ser Guardia Civil para ser progresista. De inmediato caí en la cuenta, yo no vivía en un cuartel, pero vivía en una cárcel de pareceres. No podía ser objetivo porque me rodeaba de demasiada gente afín a mí. Tuve que hacer un esfuerzo tremendo para comprender otras mentalidades y por fin me volví tolerante.

La frase que se atribuye erróneamente a Voltaire: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”, resume perfectamente la tolerancia y el respeto, aunque se hable primordialmente de la libertad de expresión. Ojo, no confundir esto con la tolerancia a los que nos roban y expolian el país en favor de sus cuentas en Suiza. Hablo de llegar a comprender las circunstancias de los otros y de aceptar que, si hay millones de personas que están de acuerdo con algo que a ti te parece mal, quizás sea hora de aceptar que no estás en posesión de la verdad absoluta.

Vivir en una democracia es peligroso si no cumples estos preceptos. Hay que hacer autocrítica y saber ponerse en el lugar de los demás. No se puede defender a ciegas y, sobre todo, hay que exigir a los tuyos, a los que te representan, que trabajen más y más duro. No vale defender a tu partido a pies juntillas, posiblemente ellos no lo harían.

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